lunes, 28 de septiembre de 2015

Cuaderno de Palacio (II)

Voy a Llanes, solo, al supermercado. Tras la compra, dejo las bolsas en el maletero del coche y subo al Paseo de San Pedro, por una estrecha escalera entre dos fincas. A nosotros nos parece este lugar el lugar más hermoso del mundo. Debe de haber, en el mundo, muchos sitios a los que podría concedérseles también este título extremoso. Seguro que sí. Pero el nuestro es, sin duda, este. 

Nos sentamos en un banco, frente al mar. El mar es un animal rumiante, todo el día dándole vueltas a sus recuerdos. De vez en cuando, lanza un suspiro de espumas contra el acantilado. 

Desde esa atalaya, las gaviotas planean bajo nuestros pies, y podemos verles el lomo. También circulan por allí las acrobáticas golondrinas. Y mucha gente, que llega, se asoma al borde del muro de piedra, escucha la respiración del mar, y se va. Una familia de gitanos llega, se asoma al borde del muro de piedra, escucha la respiración del mar y exclama: "¿Y esto? ¿El mar, no? ¡Qué grande!"

De pronto, estallan unos voladores que anuncian una fiesta y dejan un trapillo de humo en el cielo. Todas las gaviotas que estaban de paseo por el pueblo se marchan hacia el mar, graznando enfadadas.



Hoy madrugamos para salir a caminar. El plan es hacer tres kilómetros en media hora. Al parecer debe ser así si queremos que sea un paseo sano y deportivo. Cuando salimos, las nubes, muy bajas, ocultan las montañas. Al poco comienza a llover. Para cumplir con esas cifras, el ritmo es, desde el principio, un poco ridículo, ridículamente rápido. Se parece a una carrera ciclista, pero sin bicicleta. Cuando bajamos hacia el cruce, desde una vuelta del camino vemos que, doscientos o trescientos metros delante de nosotros,  camina una mujer con una chaqueta gris y un paraguas. También a buen ritmo.

Al llegar al fin al cruce, giramos a la izquierda, en dirección a Riocaliente y Mestas.

 De vez en vez, nos cruzamos con algún coche. A mí me parece que los conductores -gentes que bajan a trabajar a Posada o a Llanes- nos miran con lástima. Delante de nosotros, la mujer del paraguas y la rebeca gris debe de llevar la misma velociad, porque no conseguimos alcanzarla.

De pronto, se escuchan romper en el aire unos voladores. Recordamos que andan de fiesta en Malatería. Los lanzan tan temprano para tratar de espantar las nubes y la lluvia. Sin embargo, arrecia. Cruzamos Riocaliente, el pueblo de los cien hórreos, sin ver un alma.

Con L. destacada, llegamos a la entrada de Mestas, pero allí nos desviamos de nuevo a la izquierda, cuesta arriba, hacia Ardisana. Yo voy entre L., tête de la course, y A., arrière de la course.  Si fuese el Tour de Francia, a mí me estaría siguiendo la cámara 2. Sería un poursivant. En esas cosas voy pensando. Me paro a esperar a A., que lleva el paraguas abierto y parece flaquear. De la mujer de la chaqueta gris, ni rastro. Seguramente está más entrenada que nosotros y ya descansa en su casa, a resguardo de la lluvia.

Al rato, llegamos también nosotros, empapados y aliviados, afirmándonos en esa idea nuestra de que lo mejor de salir es, sin duda, volver.

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