Paseo por Llanes, hasta el faro. El faro de Llanes es un faro muy pequeño. Casi pasa desapercibido. Las calles que llevan hasta él, encima del puerto, son solitarias y tranquilas. Sin turistas. A su lado, hay dos o tres casonas grandes y silenciosas, con cerrados jardines que cuelgan sobre la playa de Puerto Chico. Al otro lado, se ven el espigón y los Cubos de la Memoria, que coloreó Ibarrola pero que bien pudieran haberlo hecho igual de bien -o incluso mejor- los escolares del pueblo. En el puerto apenas hay amarrados media docena de barcos de pesca. Están arrinconados por los pantalanes donde se balancean, muy ordenados, decenas de lanchas deportivas y pequeños barcos de recreo. Se parecen mucho unos a otros. Todos del mismo color blanco sucio, con las mismas banderitas y con nombres muy semejantes, casi todos ridículos y cursis. Barcos de vela solo contamos tres. No lo sé, pero supongo que todo esto significa que en Llanes ya no quedan marineros.
Hoy madrugamos para ir a la playa. Pasado Niembro, nos encontramos con un caballo suicida. Estaba al borde de un murete, en un prado que se levanta dos o tres metros sobre la carretera. Postura y actitud reveleban una tristeza completa e inconsolable. Resultaba evidente que estaba esperando el mejor momento para tirarse de cabeza contra el asfalto y que lo atropellasen.
Luego, ya en la playa, escuchamos la siguiente conversación:
-A mí me ha asegurado un capitán de la Guardia Civil que el nudismo ya se puede practicar en cualquier playa, que no te pueden decir nada... -explicaba un hombre maduro.
-Pues vaya desastre... Ya se permite cualquier cosa. Porque mira que hay cuerpos feos y gordos. Tan gordos que hasta resulta desagradable mirarlos... -replicó una mujer vieja, embutida en una bata fresca y floreada, con los brazos y la voz llenos de arrugas y pliegues oscuros.
-No debería usted decir eso, y menos delante de los chiquillos... -intervino una mujer madura-. Así empiezan las anorexias...
-Pues yo, en esto estoy con mi madre -le contestó el hombre maduro.
(Aquí, naturalmente, agucé el oído, pues la cosa había entrado, con esa última intervención, en delicadísimo terreno).
-Pues os equivocáis. A ver si ahora no va a tener la gente derecho a hacer lo que quiera...-se defendió la mujer madura.
Y ahí, desafortunadamente, se acabó la conversación. Dejaron de hablar. La mujer vieja se dejó caer en una hamaca, cabeceando pesarosa; el hombre maduro abrió con esfuerzo una sombrilla, para que a su madre le diera la sombra; y la mujer madura, dándoles la espalda, comenzó a llamar a los chiquillos, que ya habían levantado el vuelo hacia la orilla del mar, para que volviesen a echarse la crema protectora.
A la vuelta, el caballo suicida continuaba en el mismo lugar. La mirada fija en el asfalto, componía la viva imagen de la desolación.
A la tarde se levantó un viento antipático y se presentaron unas nubes oscuras y frías, que se quedaron ya todo lo que restaba del día.
A la tarde se levantó un viento antipático y se presentaron unas nubes oscuras y frías, que se quedaron ya todo lo que restaba del día.
Al anochecer, llegó la lluvia.
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