1 de septiembre de 2016
Hoy volvimos al trabajo. Es una frase deprimente. Es un momento duro.
Hoy volvimos al trabajo. Es una frase deprimente. Es un momento duro.
No se me escapa la naturaleza del tiempo en que vivimos, y que son muchos, demasiados, los que estarían felices de poder escribir esa frase. Lo sé. Pero me puede el egoísmo y una acusada inclinación a la fantasía de vivir del aire. Tenemos, como más o menos todo el mundo, vocación de rentistas. Nuestra utopía más querida es poder quedarnos en casa leyendo medio año, y el otro medio viajando por ahí. O un trimestre para cada cosa. Y que cada vez que necesitásemos comer o beber, o un abrigo o unos zapatos, o leer un libro porque el último ya lo hubiésemos terminado, acudir a nuestro albacea a que nos entregase la cantidad necesaria para ello, ni más ni menos. Una renta básica.
Para que el golpe no sea traumático, me dio por soñar, no lo imposible, sino lo vivido este verano, y así, mientras me paseaba entre los pupitres, comencé a repasar lo que hemos hecho este verano, sin atender si los alumnos se copiaban o no, a ver si así podíamos aprobar a alguno...
Dos meses antes...
El primer día de julio P. se fue a Edimburgo y nosotros a La Azohía, invitados por F., una buena y vieja amiga de A.
Nunca hasta entonces, cuando la inivitación, habíamos oído nombrar ese lugar.
Es un pueblo de pescadores entre Cartagena y Mazarrón. Ahora ya hay pocos pescadores, pero tampoco hay muchos turistas. Creemos que el lugar apenas ha crecido porque para llegar a él hay que pasar una carretera estrecha y solitaria y cruzar un puerto con curvas que las señales de tráfico te recomiendan trazar a diez quilómetros por hora. El paisaje es pardo y seco. Los pueblos que se cruzan parecen vacíos. Almendros e higueras. En el de Canteras nos perdimos y acabamos en una camino sin salida, frente al cementerio. Cuando nos detuvimos, salían del camposanto un hombre y un muchacho. Les preguntamos. El hombre se puso muy contento de poder ayudarnos, probablemente porque no tendrá muchas oportunidades ni entretenimientos.
-Habéis venido a parar a donde nadie quiere venir- nos soltó este chascarrillo filosófico y antes de subirse a su furgoneta nos pidió que lo siguiésemos, que él nos pondría rumbo a nuestro destino.
El pueblo está en una esquina de una pequeña bahía, debajo de una torre, y la línea de la playa la ocupan casas de una o dos alturas del mismo color pardo que los cerros que hay tras ellas. Quedan media docena de pescadores, pero los turistas que han venido a sustituir esa actividad tampoco pasarán de esa cifra. Nos gustó mucho.
Una de esas casas la tenía alquilada F., en lo alto de una calle y con una terraza, enorme y llena de plantas, desde la que se veía toda la bahía, la vieja torre y, en la esquina, el antiguo pueblo de pescadores. Las calles estaban vacías y en el mar tres o cuatro barcas de recreo... En una de las habitaciones de la casa, tres adolescentes se abrazaban a un ordenador.
El día que llegamos estaba muy nublado, gris, plomizo. No parecía descabellado pensar que podría ponerse a llover en cualquier momento. Un día muy raro allí, nos dijo F., pues lo corriente es que salgan todos despejados, luminosos, abiertos... Al parecer, en algunas agencias de viajes que conocen este lugar prometen a sus clientes devolverles el dinero los días que no salga el sol o llueva.
No lo dije, pero yo estoy convencido que era cosa nuestra, porque cada vez que aparecemos por la Región de Murcia, desaparece su proverbial buen tiempo. A Murcia nosotros vamos siempre con paraguas, porque casi siempre nos llueve. Incluso en una ocasión vimos caer, sobre la hermosa capital, los copos de nieve. Tal vez, fantaseamos mientras pensábamos en esto, poseamos virtudes chamánicas y llevemos con nosotros las nubes oscuras y la benéfica lluvia. En Asturias, también los amigos nos han acusado alguna vez de ello. A lo mejor, cuando haya sequía, podrían sacarnos en procesión...
Después de un paseo comimos en la terraza con los adolescentes y luego nos fuimos a leer un rato. A Stevenson, un libro precioso sobre Edimburgo, que es por donde andaba P., por sentirnos un poco a su lado. También se ocupaba del asunto del tiempo:
Edimburgo paga dolorosamente por su elevado enclave con uno de los climas más abominables que existen bajo el firmamento...
Al atardecer nos dimos un baño en un agua transparente y limpísima. Muy cerca, nos contó F., está el cabo Tiñoso, muy apreciado por los buceadores.
Durante la cena, también en la terraza de la casa de F., vimos cómo comenzaban a encenderse las luces del pueblo, y las de la vieja torre, y las de Mazarrón, algo más lejos y a la derecha... Fue un momento precioso. Se reflejaban en el agua como guirnaldas de colores en un día de fiesta.
Dos meses antes...
El primer día de julio P. se fue a Edimburgo y nosotros a La Azohía, invitados por F., una buena y vieja amiga de A.
Nunca hasta entonces, cuando la inivitación, habíamos oído nombrar ese lugar.
Es un pueblo de pescadores entre Cartagena y Mazarrón. Ahora ya hay pocos pescadores, pero tampoco hay muchos turistas. Creemos que el lugar apenas ha crecido porque para llegar a él hay que pasar una carretera estrecha y solitaria y cruzar un puerto con curvas que las señales de tráfico te recomiendan trazar a diez quilómetros por hora. El paisaje es pardo y seco. Los pueblos que se cruzan parecen vacíos. Almendros e higueras. En el de Canteras nos perdimos y acabamos en una camino sin salida, frente al cementerio. Cuando nos detuvimos, salían del camposanto un hombre y un muchacho. Les preguntamos. El hombre se puso muy contento de poder ayudarnos, probablemente porque no tendrá muchas oportunidades ni entretenimientos.
-Habéis venido a parar a donde nadie quiere venir- nos soltó este chascarrillo filosófico y antes de subirse a su furgoneta nos pidió que lo siguiésemos, que él nos pondría rumbo a nuestro destino.
El pueblo está en una esquina de una pequeña bahía, debajo de una torre, y la línea de la playa la ocupan casas de una o dos alturas del mismo color pardo que los cerros que hay tras ellas. Quedan media docena de pescadores, pero los turistas que han venido a sustituir esa actividad tampoco pasarán de esa cifra. Nos gustó mucho.
Una de esas casas la tenía alquilada F., en lo alto de una calle y con una terraza, enorme y llena de plantas, desde la que se veía toda la bahía, la vieja torre y, en la esquina, el antiguo pueblo de pescadores. Las calles estaban vacías y en el mar tres o cuatro barcas de recreo... En una de las habitaciones de la casa, tres adolescentes se abrazaban a un ordenador.
El día que llegamos estaba muy nublado, gris, plomizo. No parecía descabellado pensar que podría ponerse a llover en cualquier momento. Un día muy raro allí, nos dijo F., pues lo corriente es que salgan todos despejados, luminosos, abiertos... Al parecer, en algunas agencias de viajes que conocen este lugar prometen a sus clientes devolverles el dinero los días que no salga el sol o llueva.
No lo dije, pero yo estoy convencido que era cosa nuestra, porque cada vez que aparecemos por la Región de Murcia, desaparece su proverbial buen tiempo. A Murcia nosotros vamos siempre con paraguas, porque casi siempre nos llueve. Incluso en una ocasión vimos caer, sobre la hermosa capital, los copos de nieve. Tal vez, fantaseamos mientras pensábamos en esto, poseamos virtudes chamánicas y llevemos con nosotros las nubes oscuras y la benéfica lluvia. En Asturias, también los amigos nos han acusado alguna vez de ello. A lo mejor, cuando haya sequía, podrían sacarnos en procesión...
Después de un paseo comimos en la terraza con los adolescentes y luego nos fuimos a leer un rato. A Stevenson, un libro precioso sobre Edimburgo, que es por donde andaba P., por sentirnos un poco a su lado. También se ocupaba del asunto del tiempo:
Edimburgo paga dolorosamente por su elevado enclave con uno de los climas más abominables que existen bajo el firmamento...
Al atardecer nos dimos un baño en un agua transparente y limpísima. Muy cerca, nos contó F., está el cabo Tiñoso, muy apreciado por los buceadores.
Durante la cena, también en la terraza de la casa de F., vimos cómo comenzaban a encenderse las luces del pueblo, y las de la vieja torre, y las de Mazarrón, algo más lejos y a la derecha... Fue un momento precioso. Se reflejaban en el agua como guirnaldas de colores en un día de fiesta.
EG
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