miércoles, 28 de septiembre de 2016

El sueño... Valverde del Fresno

7 de julio, Valverde del Fresno, Cáceres

Salió el día, a pesar del calendario, nublado, gris, hosco. Parecía, el nuestro, a pesar de la fecha, un viaje de invierno.

A la altura de Villarrobledo comenzó a llover. 

Continuó así cuando cruzamos los lugares cervantinos: Tomelloso, Argamasilla, Alcázar de San Juan (cuando Azorín pasó por este último, para escribir su Ruta de Don Quijote y Sancho, andaban convencidos los eruditos de que era este el lugar de nacimiento de Cervantes). Dejó de llover en la provincia de Toledo: Consuegra (también quijotesca, con esa crestería magnífica sobre el caserío, llena de viejos molinos de viento), Mascaraque, Mora, Orgaz... Y tras bajar la Cuesta de las Nieves, al salir de una curva, el perfil soberbio de Toledo. Tenía esa mañana color de arena. Más que una ciudad parecía un sueño que cualquier viento podría deshacer... Y ya luego Talavera, Oropesa, y, al final, Extremadura. Paramos a comer. Detrás del área de servicio -las ventas de hoy-, un concierto de chicharras en un olivar azotado por el viento.

Después cambió el paisaje y el campo se volvió verde: Plasencia, Coria, Moraleda... Fue ahí donde comenzamos a subir hacia la sierra. 

Era nuestro destino el pueblo de Valverde del Fresno, en la Sierra de Gata. Nos esperaban allí N. y JA. Teníamos reservado un apartamento en un hotel rural precioso, a las afueras del pueblo y a orillas de un río. Un lugar rodeado de esbeltos, altos, espigados árboles. 

Después de descansar un rato salimos a dar una vuelta por el pueblo. Y después de cenar, volvimos al hotel en mitad de una noche acorde con la fecha. Una cálida noche de verano. Volvimos por un camino entre robles y silenciosas fincas. Al este se veían las luces del pueblo de Lejas; hacia el sur, los resplandores azules de una tormenta muda y lejana; y en lo alto, un millón de estrellas. Brillaban como tachuelas bruñidas o lentejuelas de un vestido de artista recién estrenado o como candelas. Como si hubiese allí otro pueblo, colgado del cielo, seguramente el reflejo de aquel por el que andábamos. Un pueblo con iluminación municipal. Sin embargo, a pesar de tanto aparato eléctrico, el camino que seguíamos estaba tan oscuro que no se veía por dónde pisábamos y tuvimos que encender la linterna del móvil. De esta manera llegamos al hotel, sin tropezarnos, a oscuras, pero rodeados de luces lejanas.





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