domingo, 24 de octubre de 2010

El rastro en miniatura

            Hay en Albacete, todos los domingos, una cosa con mucho encanto: un baratillo diminuto, con el mismo sabor que el rastro madrileño pero de dimensiones mucho más modestas, como si se tratase de una miniatura de aquél, una pequeña maqueta. Son cinco  o seis personas que, en la Plaza Mayor- que, con el desarrollo urbano, se ha quedado en un rincón menguado, casi nada- despliegan su mercancía destartalada y variadísima: colecciones de tornillos, herramientas extrañas que no se sabe para qué cosa puedan servir, herraduras, candados,  picaportes, aldabones..., todo envuelto en una capa de óxido antiguo, cubierto con la pátina de lo averiado e inservible; también hay cuadros descoloridos y tristes,  paisajes marinos o desvaídas escenas religiosas; se ven carricoches, bandejas, aguamaniles, muebles desportillados, llenos de polilla y polvo, libros... El de los libros es un puesto larguísimo en comparación con los otros, en forma de ele y que ofrece a la concurrencia enciclopedias escolares de antes y después de la guerra, calendarios zaragozanos de hace diez años y novelas de autores que ya nadie conoce, colecciones de postales viejas, clásicos populares...





            Cuando yo descubrí este lugar de las mañanas dominicales, la estampa la remataba una clientela de gentes tan desportilladas y oxidadas como los objetos esparcidos por el suelo: señores de zapatos fatigados y polvorientos, viejos pantalones raídos y chaquetas florecidas de mugre y lamparones, barba de varios días y hombros caídos y cansados. Se paseaban de un puesto a otro, sopesaban alguno de aquellos objetos, cambiaban alguna palabra con los gitanos, se animaban un momento y, finalmente, terminaban por irse por el mismo sitio por donde habían llegado, cojeando o con andar vacilante, al arroyo de su vida. Era todo muy literario y melancólico. Todas las mañanas de los domingos, frente al viejo “Bar Corales”, hoy derribado, durante unas horas todo un mundo de ruinas y fracaso se daba cita en la pequeña plaza: vidas y cosas que no eran más que sombras de otro tiempo. “¿Qué hacías la otra noche durmiendo en aquel banco de mi calle?”- le preguntaba un parroquiano al hombre despeinado que echaba una mano en el puesto de los libros viejos. Y éste no contestaba nada, ponía cara de sorpresa porque ni siquiera recordaba ya la penúltima borrachera. “No beba usted más, hombre, ¿no se da cuenta de que se está usted matando?”- le recriminaba una señora bajo un abrigo de pieles a un hombrecillo menudo y frágil como un gorrión que vendía relojes descascarillados y locos, cuyas agujas se habían detenido hacía tiempo en una hora antiquísima y absurda.


            Hoy las cosas han cambiado un poco. Continúan más o menos los mismos puestos, pero los gitanos traen de vez en cuando muebles de postín, enormes aparadores muy labrados, de patas torneadas y figuras de fantasía como sacados del comedor de un notario, hay puestos de sellos y de monedas antiguas, siempre rodeados de un enjambre inquieto de aficionados al noble e inocente arte de la numismática, se venden algunas antigüedades no demasiado estropeadas, en fin, que el género ha mejorado sensiblemente, y entre la clientela hay gente de todo tipo, jubilados ociosos, matrimonios que desembocan desde la misa en la catedral, jóvenes parejas, curiosos... De manera que ya no es aquella escena de película de Buñuel, de cuadro de Solana o novela de Baroja que parecía antes. El puesto de libros también ha notado estos vientos de mejora, y ofrece más volúmenes y posibilidades.        

Pero todo viene a ser lo mismo, todo igual y distinto como ya nos avisó don Antonio Machado, y esta pequeña almoneda al aire libre, este rastro en miniatura, conserva aún el viejo encanto de las cosas pequeñas y olvidadas, como los desvanes de las casas, como los baúles cerrados y las cajas de galletas donde amarilleaban las fotografías antiguas. Son las nieves de antaño que, todos los domingos, vuelven a brillar un momento en ese pequeño rincón de la ciudad. Nosotros acudimos, todas las mañanas de los domingos, con la misma ilusión con la que de niños subíamos al desván, gran aventura, o revolvíamos en el viejo baúl de la abuela, o repasábamos las fotografías color sepia que nos mostraban una vida que no era la nuestra y, por eso, nos fascinaba.



 

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