viernes, 22 de octubre de 2010

José Jiménez Lozano

Son pocos los escritores, apenas una docena escasa, por los que sentimos, más que afición, verdadera devoción. Cervantes, Galdós, Tolstoi, Machado, Pla, Stevenson, Cunqueiro, Perucho, Carlos Pujol, Trapiello... Cualquier libro de estos autores nos hace tal compañía que los consideramos como amigos verdaderos. Así nos sucede con los de José Jiménez Lozano. Sus cuentos, tan hondos, tan hermosos, no nos cansaremos jamás de leerlos, y nos han emocionado hasta las lágrimas muchas de sus novelas, y sus poemas. Hemos leído con placer sus colecciones de artículos y, desde hace ya unos cuantos años, las entregas de sus diarios. Les sabe poner, además, unos títulos preciosos a estos libros suyos: "El grano de maíz rojo", "El mudejarillo", "La luz de una candela"... Sin embargo, en las últimas entregas de éstos, al lado de entradas y apuntaciones que son un regalo para el lector, aparecen muchas muy amargas, y apocalípticas y, en algún caso, incluso injustas. Acabamos de terminar de leer la última entrega, "Los cuadernos de Rembrandt", y en él, junto a fragmentos deliciosos y estampas bellísimas, aparecen muchas reflexiones que no podemos dejar de compartir, sobre la fea marcha de estos tiempos nuestros, y la tesis general del libro, aunque bien amarga y triste, nos parece exacta y verdadera.





Pero hay instantes en que  tenemos que protestar, y mover la cabeza negando lo que don José afirma de manera categórica y un poco tramposa. Por ejemplo cuando, a propósito de la apertura de las fosas comunes del franquismo, se muestra muy crítico con ello y escribe: "Se están abriendo fosas comunes del tiempo de la guerra civil española de 1936-1939 -aunque solamente las de uno de los dos bandos-..." Este inciso nos ha parecido particularmente triste, y deshonesto, porque es imposible que Jiménez Lozano desconozca que el hecho de que se abran ahora sólo las de uno de los bandos es porque son ésas las únicas que quedan sin exhumar, que las del otro ya lo fueron en su día, y con todos los respetos y hasta honores. De manera que, esté de acuerdo o no con este remover el pasado, bien podría haberse ahorrado esa puntualización, en un fragmento que se sostiene bastante mal, con muy pobre argumentos.




Pero, a pesar de estos desbarres, son mucho lo que nos dan los libros de este viejo escritor. Tanto que es uno de los pocos de los que hemos escrito alguna vez en el periódico. Hace ya unos cuantos años, publicamos esto cuando le concedieron el Cervantes:


El canto de un pájaro solitario



            Se ha dicho de José Jiménez Lozano que se trata de un “escritor de pueblo”, y es verdad entendido esto como un escritor al margen, escondido, arrinconado y casi secreto, en cuyos libros encontramos también cosas pequeñas, vidas humildes e insignificantes, el olor de la leña en el aire, el humo dormido sobre unos cuantos tejados, el silencio de la nieve  y el canto del cuco. Todo esto es verdad. Y sin embargo, a pesar de ello pocos escritores pueden presentar una obra como la suya, tan extensa y honda, tan llena de vida y del significado oscuro de ésta.

            De modo que lo que sacamos siempre de los libros del J.J. Lozano es como agua de un pozo muy profundo, un agua clara, limpísima y pura. Esto es así porque en ellos nos hablan, con  palabras verdaderas, los olvidados y los perseguidos y, también, algunos muertos que la memoria del dolor humano mantiene aún entre nosotros. Con la piedad y la compasión que sólo se encuentran en unos cuantos clásicos, estos libros – colecciones de poemas, cuentos o novelas, ensayos y diarios- retratan la vida de los débiles y los inocentes, de aquellos que la historia ha dejado postergados en sus cunetas. Los cuentos son siempre muy parecidos: historias pequeñas que revelan el misterio de la vida, historias que suceden en mitad de una ventisca y que tienen la misma pureza de esa nieve que cae y la lucidez del viento helado; historias breves, que beben en las fuentes de antaño: en los Evangelios, en viejas crónicas, buscando siempre, con delicadeza, el fondo del corazón de los hombres, como un pozo. Y ese es el mundo que encontramos en sus novelas, en sus ensayos y en los poemas que ha ido publicando en todos estos años, desde que comenzó a hacerlo allá por la década de los cuarenta. Y están también sus diarios, que vendrían a ser el mapa de esta geografía literaria y espiritual.

           
Si los premios bautizados con el nombre de un gran escritor han nacido para honrar el nombre que los señala y , en los premiados, la continuidad de un modo de ver el mundo y la literatura, este año el Cervantes no ha podido ir a mejores manos. En su libro Los grandes relatos, hay un cuento, titulado El señor Torres, que es un hermoso homenaje a Cervantes: ese señor Torres, trasunto contemporáneo de aquel Miguel de Cervantes que malvivió en nuestro siglo de Oro y que, a pesar de la pobreza, la guerra, la cárcel y las malandanzas conservó siempre vivos el humor y la mirada compasiva, es, sin duda, el emblema de la obra de este autor apartado, pues compasión, piedad y un humor que todo lo comprende y entiende son la materia con que se han compuesto estos libros: el canto, puro y profundo, de un pájaro solitario.

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