domingo, 1 de mayo de 2016

Con Cervantes, en Munera

El miércoles pasado fuimos a hablar de Cervantes a Munera. Nos había invitado N., la bibliotecaria, que fue alumna nuestra en los lejanos años de Alcaraz. Celebraban no solo el centenario cervantino, sino también los cincuenta años de esa biblioteca.

De manera que nada más comer y recoger la mesa me subí al coche y me dirigí allí. Iba solo porque A. me esperaba con L. en el pueblo, para hacer número. Fue un viaje bonito. Al poco de dejar atrás la ciudad, se puso el paisaje cervantino: grandes llanuras y unas vagas montañas a lo lejos, por el levante. Como había llovido algo los últimos días, se veía todo muy verde. Pero lo mejor eran las nubes. Blancas y caprichosas, surcaban el cielo lentas y ensimismadas, un poco como nosotros, que no pasábamos de noventa. Como si también ellas fuesen a dar una charla en algún lugar, y marchasen repasando, como nosotros hacíamos, lo que iban a decir. 

Luego, pasado Barrax, la carretera comenzó a bajar y a subir lomas y alcores. El paisaje, que diría Azorín como si lo estuviese viendo al mismo tiempo que lo escribía, ha cambiado. Se ven ahora encinas, viñedos, cuestas y recuestas y alguna alquería arruinada. Cualquiera de ellas podría haber sido una de las ventas que conocieron Cervantes y sus personajes. Y más cerros, collados, oteros... Si hubiésemos visto de pronto salir a Don Quijote y a Sancho de detrás de uno de esos altozanos no nos habría extrañado en absoluto. De hecho, al entrar en el pueblo hay unas figuras de hierro que los recuerdan.

Cuando llegué ya me estaban esperando A. y L. y N. tenía preparada una de las salas de la biblioteca. Esperamos un rato, fuimos hasta el instituto a por un ordenador para poner algunas imágenes y el vídeo de Ron La Lá. Munera es un pueblo subido a uno de esos mogotes. Seguramente algún día fue un lugar cervantino. A esas horas de la sobremesa no se veía a nadie por las calles. Conserva algunas casas antiguas, muy pocas, algunos muros y portones por los que bien podrían salir todavía aquella ama, y la sobrina, un cura, un barbero, porque quienes no han cambiado son las gentes. Las gentes seguimos siendo todas criaturas cervantinas.

Al final, a la hora de la charla había una docena de mujeres sentadas en las sillas que N. había preparado. Esperamos cinco minutos por si llegaba alguien más, pero no. Así que empecé.

Les dije que de Cervantes tenemos noticias desde el principio, sin falta de leer ni una sola de las páginas que escribió. Les recordé que desde muy pronto todo el mundo sabe que Cervantes es el autor de un libro, el Quijote, que cuenta la historia de un hombre que se vuelve loco de tanto leer y comienza a confundir la realidad con sus fantasías. Que en cada casa, por pocos libros que haya, es raro que no se encuentre un Quijote, y que el que había en la nuestra era un tomo enorme que estaba colocado en el armario como un santo en una hornacina. Que en cada pueblo suele haber un loco, y que el de mi pueblo también había perdido la cabeza de tanto leer, y les puse una foto y les expliqué un poco quién fue aquel Pergentino Fernández que un día mudó su nombre por el de Johnny Pistolas... Les dije que el Quijote era el libro más melancólico y alegre del mundo, el libro que mejor cuenta la verdadera aventura humana, esa lucha entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre la realidad y nuestros sueños, entre la tierra que pisamos y las nubes que vemos pasar allá arriba... Y que al hablar de ese asunto capital, habla de todo lo demás: de la libertad, de la justica, de la compasión, de los soberbios y los humildes, de los poderosos y los débiles, de los locos y los cuerdos, todos entreverados en una misma vida... Y que lo hace con un humor maravilloso.

Y ya pasé a contarles lo que sabemos de su vida, que a mí, les expliqué, me parece mucho, a pesar de que todos los biógrafos declaran justo lo contrario. Todos los que se han acercado a su vida se quejan de los largos periodos en los que su rastro desaparece o de aquellos lances que sí se conocen pero que resultan enigmáticos y misteriosos. Sin embargo, les dije, si nos atenemos a las circunstancias creo yo que se sabe bastante. Les recordé que las circunstancias fueron que Cervantes, en su época, importó poco. Que pocos lo tuvieron en cuenta, que escribió un libro y desapareció del mundo literario más de veinte años para aparecer, ya viejo, con unos nuevos libros que les parecieron a los entendidos raros y peregrinos, poca cosa. Y que es esa insignificancia la que explica que no conservemos ni un retrato ante el que posase como modelo, ni uno solo de sus manuscritos, ni las casas en las que vivió y, pese a algunos esfuerzos políticos, tampoco estemos seguros de dónde reposan sus huesos. De Cervantes conservamos pagarés, denuncias, instancias, obligaciones, poderes..., casi solamente eso. Y así sabemos que fue pobre y que tuvo que ganarse la vida muy esforzadamente; que a sus hermanas las llamaban, despectivos, las Cervantas; que su matrimonio fue un misterio; que, de haber existido entonces periódicos y telediarios, habría aparecido Miguel en ellos, no como artista sino como imputado, como acusado de corrupción por quedarse con dinero público; que conoció la guerra y la cárcel y el cautiverio y que murió escribiendo... Y unas cuantas cosas más que me llevaron algo más de una hora. Pero antes de ponerles el vídeo de los Ron La Lá, terminé explicando que, como decía Azaña -en una charla de esta naturaleza hay que citar, para que se vea que viene uno leído- lo más importante que hay que saber de Cervantes está en sus libros y sobre todo en el Quijote. Y que uno ha pensado siempre que, habiendo tenido una vida como la suya, ciertemente desgraciada y llena de disgustos y quebrantos, el que fuese capaz de escribir, ya viejo, un libro como ese, tan lleno de alegría y buen humor, de compasión y tolerancia con las locuras de los hombres, resulta un verdadero milagro. Pudo haber sido un hombre bilioso y amargado y fue, sin embargo, todo lo contrario. Ese es el milagro de Cervantes y de su Quijote.

Una hora hablando es mucho tiempo, y aunque todas me habían parecido atentas e interesadas -excepto una señora mayor que se durmió nada más empezar-, tenía el temor de haber aburrido hasta las estanterías. Como éramos tan pocos, se lo pregunté. Me aseguraron que de ningún modo.

Nos despedimos y nos subimos de nuevo al coche, acompañado ya por A. y L., de vuelta a casa. Volvimos hablando de esto y lo otro, y yo muy contento. Que nos ofrezcan la oportunidad de hablar una hora sin interrupción y que además nos escuchen con atención y sin llevarnos la contraria, eso, hoy en día, es rarísimo; que además nos lo dejen hacer sobre asuntos que nos importan tanto y que nos son tan queridas, más extraño aún; y que lo hagas en un lugar como ese, en una biblioteca de pueblo primorosamente cuidada, al lado de donde dicen fueron las bodas de Camacho y a dos pasos de las Lagunas de Ruidera y de la maravillosa Cueva de Montesinos, eso ya es impagable. 


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