miércoles, 11 de mayo de 2016

Venecia 2015 II

En la entrada anterior decía que no escribí nada aquellos días. Bueno, eso no es exactamente así. Una tarde entré en una papelería del barrio donde nos alojamos y compré un pequeña libreta. Una libreta muy vulgar, como la que podría haber comprado en cualquier parte. Y anoté en ella dos o tres cosas. Estas:


Venecia vacía a las ocho de la mañana. Un veneciano barre la puerta de su negocio, una pequeña galería de arte y papelería al mismo tiempo. Es una clase de comercio esta que se repite una docena de veces en cada calle. Uno se quedaría a vivir en esta ciudad y a esta hora, toda la vida. 
 



Las puertas de los palacios venecianos. Cerradas y mohosas. ¡Cuántos fantasmas deben de esconderse tras ellas! ¡Cuántas novelas de Henry James!



Los venecianos son fáciles de reconocer. Son elegantes, se saludan con cortesía y caminan como si los turistas no existiésemos. Además, como decía Byron, no hablan italiano sino un "latín bastardo y dulce".




No hemos visto en ningún lugar unas palomas tan lucidas como las que viven en esta ciudad. De ellas dice Gaya que, como las góndolas, no se tropiezan nunca. Y de las que viven en la Piazza, que lo que hacen allí "es dibujar la plaza, darle su amplitud, su espacio, y ponerle techo, y cielo, o sea, hacer patente su tamaño, su ámbito; no rellenar, sino subrayar un vacío".


Por el Puente de la Accademia se llega a San Stefano, donde el "cagalibros" -así le llaman los venecianos a la figura de Nicolò Tomasso, literato y patriota, representado con el culo apoyado en un montón de libros-, y de allí, por callejuelas y puentes, a cualquier otro lugar de esta ciudad de agua. Y en todas partes el milagro de una belleza que a veces no se puede ni creer.




Venecia ha sufrido, a lo largo de su larga historia, tres invasiones: Napoleón, los austriacos y la coalición internacional de los turistas. Y no se pude decir aún cuál habrá sido la más dañina.


Nos gusta quedarnos mirando a los recogedores de la basura, en sus barcazas enormes, o a los gondoleros que reparan o engalanan su embarcación en un canal apartado, o a los bomberos, que salen de su parque sobre la aguas -un palacio junto al Gran Canal- a dar una vuelta en sus botes rojos... La vida corriente en una ciudad extraordinaria.



Del Palacio Barbaro, donde está el conservatorio de músia, salen unas notas que se confunden con la música del agua del Gran Canal...




Decía Ramón Gaya que las campanas sonaban en Venecia de un modo especial, sobre todo por las tardes, con el frío...  Las que nosotros oímos a esas horas, también con algo de fresco, nos parecen burbujas que saliesen flotando, no de los campanarios, sino del agua verdosa de los canales. Y se quedan largo rato en mitad del aire.




En Venecia, a pesar de la invasión turística, se puede estar solo en muchas partes: en muchas calles, en algunas plazas, en ciertas fondamentas, en mitad de algunos puentes. En la Piazza y Rialto, no. Esos dos lugares son, a todas horas, como plaza mayor en día de fiesta. De todos modos, no es desaconsejable pasar por allí, para salir corriendo inmediatamente y disfrutar de todo lo demás, que es inagotable.





Muy cerca de Rialto -"Para los europeos de la Edad Media, Rialto era una entidad formidable, como el Banco Mundial o Wall Street hoy día (...). En los muros de la galería de Rialto, un enorme mapa pintado ilustraba las grandes rutas del comercio veneciano (...). Los mercaderes se reunían ante el mapa a observar los avances de su fortuna como oficiales del ejército planeando estrategias en una sala de operaciones"-, en un rincón, está San Giacomo y su reloj enorme y parado. Y frente a ella, un jorobado de piedra que lleva allí, sujetando unos pequeños escalones, desde hace siglos. A pesar de estar tan cerca del río humano que desemboca en ese puente desde todas las esquinas del mundo, allí no hay tanta gente, y en los bares se ven vecinos del barrio tomando spritz, ajenos a todos nosotros. Las calles que nacen de ese rincón son pueblerinas, comerciales, llenas de vida. Como la calle mayor de un pueblo manchego. Caminando, caminando, sin rumbo ni fin, plazas, calles estrechas, puentes oscuros, palacios ennegrecidos y gloriosos...







Lo mejor, en Venecia, es pasear sin rumbo, a la buena de dios y con la guía olvidada en el bolsillo. Fue así como encontramos el Arco del Paraíso y como nos tropezamos con una librería como no hemos visto nunca otra. Se llama "Acqua Alta" y es un local profundo, lleno de cuartos atestados de libros colocados, unos encima de otros, sin  orden ni concierto, a la diabla. El local termina, al fondo, en un pequeño patizuelo y en unas estrechísimas terrazas que se asoman a uno de esos canales silenciosos y solitarios, de aguas verdes, por donde solo de tarde en tarde pasa una góndola con unos japoneses dentro. A la entrada, como monarcas antiguos, te reciben un gato y su dueño, enormes y somnolientos los dos.





Luego, también sin planear, "flaneando", el campo dei Frari (dentro, junto a los restos de los dux, los grandes militares y otras personalidades de la Serenísima, Tiziano -sus pinturas y su tumba-, Donatello, Bellini...), San Rocco (dentro, los restos del santo y unas pinturas de Tintoretto que algunos comparan con la Capilla Sixtina), San Pantalon, el campiello  de Ca´Angar -donde una de las esculturas más fascinantes del ciudad: el medallón de un emperador bizantino-, la calle Larga Foccari, donde la Universidad, llena de librerías, y Ca Rezzonio, el palacio donde murió el poeta Browning... Así, como este, en Venecia se pueden dar cientos de paseos, todos con sus grandes iglesias, sus grandes pintores, sus poetas y sus "pietre", esas esculturas anónimas y desatendidas incrustadas en muros y paredes.







Por la calle d´Avogaria desembocamos en otra Vencia -una más, hay cientos-. De vecinos atareados, de estudiantes con prisa, de gentes calladas, de monjas sigilosas y negocios de barrio. Casas bajas, canales estrechos y silenciosos, sin góndolas ni lanchas, cruzados por pequeños puentes de ladrillo. Así llegamos a San Sebastiano y, torciendo a la izquierda, a la Fondamenta San Basilio y luego a la Fondamenta Zattere, frente al edificio soberbio y extravagante, en la Giudecca, del Molino Stucky.
  




Camino de casa -qué hermoso fantasear con tener una casa en Venecia-, pasamos por la Fondamenta Nani, que es el lugar donde se reparan las góndolas averiadas. Allí se arreglan los ferros torcidos -otro misterio veneciano: nadie sabe qué representan, ni para qué sirven, ni cuál es su origen-, las fórcolas caídas, los desconchones y descalabraduras. Al pasar por el Campo de San Agnese, vemos luz en casa del cónsul suizo. Enfrente, como si se tratase de una humilde feria de pueblo, comienzan a encenderse las luces de Giudecca. Cónsul suizo en Venecia, ¡quién lo fuese! Anochece y mañana nos vamos.

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