viernes, 4 de noviembre de 2016

Córdoba, cercana y acompañada

Viajamos el domingo. En coche. Muy temprano. A., L. y yo. Íbamos a ver a Lr.

Por la carretera, casi nadie. Primero por la autovía de los Viñedos. Tierras rojas, algunos pinares, alquerías arruinadas y un par de palaciegos edificios, sedes de prósperas bodegas. Esta carretera desemboca, como un afluente, en la autovía del Sur. Tierras pardas, cerros oscuros, algunos polígonos al pasar por Manzanares y Valdepeñas. Hicimos un alto, para un café y una visita al servicio, en un área de servicio llamado La Pará Rociera. Fotos de la romería en las paredes. Un cura con alzacuellos hacía acopio de agua y patatas fritas.

Por Despeñaperros se pasa ahora casi sin darte cuenta. Tres túneles y dos viaductos y ya lo has cruzado. En menos de cinco minutos. Desde ahí ya casi todo es olivar. Cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos a las puertas de Córdoba.

Después de instalarnos en el hotel, pasaron a buscarnos Lr. y F. Nos llevaron por ahí, a callejear. Mientras íbamos de un lado a otro, nos embarcamos en una charla que duró todo el día. Hablamos y nos reímos; nos reímos y hablamos. Así todo el santo día, mientras íbamos de un sitio para otro.

Al cruzar el parque del Duque de Rivas -que está allí en figura de bronce, con unas cuartillas en la mano, preparado para recitar uno de sus romances-, un mercadillo, tan ordenado y tan limpio, que parecía como si estuviésemos en Berlín. Un poco más allá, cerca ya de las Tendillas, venerables filatélicos volvían para sus casas, con sus maletas y las mesas plegadas sobre unos carros verticales de dos ruedas. En la Avenida del Gran Capitán una feria de libros viejos. La cruzamos sin pararnos en ningún puesto pero mirándolos todos de reojo.

Y al doblar una esquina, el olor caliente de la bosta y un pueblo diferente, de casas bajas, de palacios, iglesias y conventos, paredes encaladas y amarillos de albero. La plaza del Cristo de los Faroles, las calles estrechas, empedradas, los turistas sacando fotos, la memoria de otras visitas...
 
Comimos en la Taberna de Plateros, muy cerca de la Plaza del Potro, donde una placa recuerda a Cervantes, que un día estuvo allí, en una venta entonces famosa. Nos asomamos al río y paseamos un rato a su lado, con el sol en el rostro. Pasamos luego la tarde en una terraza al lado de la Mezquita... Charlando sin parar, riéndonos sin descanso...






Entramos en el patio de los Naranjos. La luz ya declinaba y la gente se paseaba relajada y feliz, con la tranquilidad de haber cumplido ya las obligaciones del turista. "Aquí no debe haber ni uno de Córdoba", aventuró Lr. justo antes de encontrarse con unos compañeros de trabajo.


Nos llevó luego a la calleja de la Flores. Podría ser una de las calles más hermosas del mundo. El lugar es bellísimo: una calle muy estrecha, donde a duras penas pueden cruzarse dos personas, que desemboca en una plazuela de casas encaladas, de dos pisos, y en medio una fuentecilla, con su música modesta, y jazmines colgando de los balcones. Y al levantar la vista, el perfil orgullos de la torre de la Mezquita. Todo pequeño, recogido, para ser retratado con diminutivos. Sin embargo, para disfrutar de esa belleza es necesaria una gran capacidad de abstracción y un poco de paciencia. Paciencia para llegar hasta la plazuela, pues los turistas colapsan la calleja, y se quedan en mitad de esta para sacarse selfis, y luego continúan echándose más fotos alrededor de la fuentecilla, y todo es un tumulto de brazos levantados con un móvil en la mano, y el resplandor de los flashes mataba el perfume del jazmín...

Pero estábamos tan a gusto, en tan buena compañía, que nada de esto nos incomodaba. Seguimos paseando, hablando, riendo. Nos encontramos con otra calleja, esta solitaria, con una torre en medio, y una aplazuela al final, donde nos encontramos una mezquita y un resturante, cada lugar a lo suyo. Nos quedamos allí un rato, por disfrutar del lugar y de su silencio. Hasta que entraron por la calleja un centenar de orientales -no es exageración-, liderados por una guía rubia que les iba explicando todo muy rápidamente. Seguramente se trataba de uno de esos grupos que pretenden visitar toda Andalucía en tres jornadas.



Lo maravilloso de Córdoba es que puedes huir de estas aglomeraciones, de los ansiosos asiáticos, de los turistas con el móvil en la mano, con tan solo dar la vuelta a una esquina. De pronto te encuentras solo en un lugar tan hermoso como el que has dejado atrás. Nos volvió a suceder en la Plaza Jerónimo Páez, donde el Museo Arqueológico. Nos sentamos en unos bancos que tienen  puestos allí con restos de alguna excavación. Se ve que andan sobrados de columnas, de muros, de capiteles, árabes o romanos. Nos sentamos en una columna reciclada como banco. Temimos que se presentasen también allí los cien asiáticos. Pero no. Media hora nos quedamos allí, sin que pasase un alma. Y más que nos habríamos quedado, si no hubiese sido por el hambre, que nos comenzó a apretar.






Nos acercamos a la Corredera. A mí esta plaza me gusta lo indecible. Además era ya de noche, y estaba iluminada en sordina, con luces de baja intensidad. Hace varios años, en otra visita que hicimos, recuerdo una librería de viejo en los soportales. Ya no está. Ahora ya todo son bares. Nos sentamos en una terraza. A nuestro lado, un grupo de cuatro jóvenes músicos: violín, flauta, guitarra y voz, interpretaban una dulce melodía. Cantaban, como la luz, en un susurro... Del río subía un frío delicado y fino.



El lunes me acerqué, a primera hora, yo solo, hasta la feria de libros viejos. A algunos de los libreros los conocemos de cuando vienen, allá por el mes de febrero, a Albacete. Los libros, la mayoría, también eran viejos conocidos. El día era espléndido: de sol fino, de cielo azul, de aire fresco... Luego nos reunimos, hicimos algunas compras y ya nos sentamos a tomar unas cañas, en una terraza frente al Conservatorio de Danza. Por las ventanas abiertas, ventanas grandes de viejo palacio, con enormes rejas, veíamos a los estudiantes danzar. La música no la llegábamos a escuchar, por la algarabía de la calle, pero nos la imaginábamos. Estábamos tan a gusto allí, a la sombra de unos limoneros, con la torre de la mezquita asomándose sobre los tejados, que decidimos no movernos más y pedir alguna cosa para comer: salmorejo, flamenquines, rabo de toro..., las cosas que se comen en esa ciudad.

Volvimos al hotel por el parque del Duque, nos echamos unas fotos, recogimos las maletas y, tras despedirnos, grandes abrazos, de Lr. y de F., volvimos por donde habíamos llegado, agradecidos por esos dos días al lado de ellos, por las risas, los paseos, la ciudad, las historias...

P.D. Cerca de Villarrobledo, noche cerrada, tan cerrada que podría haber sido la última noche del mundo, nos paramos en un área de servicio. Esta no estaba, como la de la ida, bautizada. Emitía una luz rara, desmayada, macilenta. No se veía nada más alrededor. Solo los haces de los coches que pasaban por la autovía. Recordamos que era la noche de Halloween. Tampoco había nadie repostando frente a los surtidores de la gasolina. Por la autovía, a unos cien metros de ese lugar, dejaron de pasar los coches. Oscuridad y silencio. Al entrar para preguntar por el servicio, el encargado nos sobresaltó. La viva imagen de Norman Bates. Si nos hubiera dicho que no podíamos usarlo porque tenía allí a su madre momificada, lo habríamos creído. Contestó, mirándonos por encima de una gafas anticuadas, que los excusados -los llamó así- se encontraban afuera, a la salida, a la derecha. Yo pensé: ahora, él saldrá por la puerta de la izquierda, y nos emboscará, nos degollará y nos echará al congelador, al lado de la madre. Pero no. Nos fuimos rápidamente. Al incorporarnos a la autovía me pareció ver, por el espejo retrovisor, al encargado en la puerta, mirándonos fijamente, y que la luz aquella, desmayada, macilenta, se apagaba de golpe...



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