viernes, 10 de febrero de 2017

Invierno en Úbeda hacia 2016 (Día de Reyes Magos)

El mejor del año. Si tuviese uno que elegir un día entre todos los que ofrece el calendario, escogeríamos, sin duda, este. ¿Qué ciudad no aparece hermosa con todos esos críos pequeños por la calle, los ojos abiertos de par en par, la mirada llena de ilusión y pasmo, conmocionados por la historia más hermosa del mundo?

Esto es así incluso si amanece un día agrio, con nubes de un color bilioso, como sucedió este año. Parecía, de nuevo, que fuese a ponerse a llover. Pero tampoco. Al rato se levantó un viento del norte, y despejó el panorama, dejando el cielo azul, transparente y feliz. Más adecuado para ocasión tan fantástica. Salí a dar un paseo. Cuando ya estaba cerca de los miradores, estelas blancas en el cielo.  En un día como este, pensé, vete tú a saber de qué se tratará. No parecían aviones. Dejaban un trazos blancos y breves sobre el encerado añil del cielo. Las señales del prodigio.




El viento era frío y yo caminaba despacio, abrigado, con mi mascota cubriéndome.

Bajé por la calle Paraíso, donde estaba la escuela de niñas doña Enriqueta. Compré dos periódicos en el quiosco de la plaza, para leerlos luego en un café, y también porque me parecía que le sentaban bien a mi estampa de hombre con sombrero. Tomé por Prior Blanca. Apenas había nadie por esas calles. Algún vecino, un operario municipal barriendo las hojas de una plazuela que, al verse empujadas por el viento, se quejaban con la misma voz del mar cuando rompe contra las piedras de una playa... Muy de vez en cuando, pasaba un coche...






En la Plaza de San Pedro, el palacio abandonado mostraba varios cristales rotos. Luego, cuesta abajo, Santo Domingo, donde el belén, que a esas horas estaba cerrado. Calle de la Luna y el Sol. Paseaba sin rumbo, a capricho. En la Plaza Vázquez de Molina estaban preparando la cabalgata de la tarde, al ritmo de una música latina y sabrosa. Rodeé el parador, subí hacia la Casa de los Salvajes, puesta en venta, y salí a San Pablo. Entonces me metí en un café, a escribir estas cosas y a leer los periódicos. De pronto, por la calle apareció una procesión de enanitos, los de la Blancanieves de Disney, seguidos de otros seres que no conseguí reconocer, seguramente los que salen ahora por la tele. Se cruzaron con los muchachos de la banda municipal, que bajaban hacia el ayuntamiento, no menos fantásticos, con sus instrumentos entre las manos: tubas, trombones, clarinetes, trompetas, bombardinos..., todos brillando al sol.














Por la tarde me apeteció repetir el paseo, para enseñarles a A. y a P. las calles nuevas que había descubierto, los palacios que no conocía o ya había olvidado... P. declinó el ofrecimiento y prefirió quedarse en compañía de su abuela y del teléfono móvil.

Bajamos A. y yo, hacia esa Úbeda vieja, la de las calles escondidas y solitarias, la de los palacios cerrados y misteriosos, la que se asoma al valle ancho y lejano del Guadalquivir...

Cuando volvíamos para casa nos tropezamos con la cabalgata. Tuvimos que tener un poco de cuidado, porque en el pueblo de A. tiran los caramelos desde las carrozas, los pajes, los figurantes y hasta los mismísimos Reyes Magos, con un entusiasmo peligroso. Cuando nos dimos cuenta, también andábamos nosotros, como el resto de la gente, doblados, recogiendo esas golosinas del suelo... Como chiquillos...


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