jueves, 11 de abril de 2013

Crónica riojana (Cigüeñas y tabernas)

Antes de acostarnos, nos fuimos a cenar a la calle del Laurel, que es una calle mítica para todos los que han pasado por esta ciudad. Cuando le decíamos a alguien que íbamos a pasar unos días en Logroño, se les hacía la boca agua, les brillaban los ojos y pronunciaban ese nombre como quien invoca una novia lejana de la que hubiesen estado muy enamorados.

Uno a lo mejor no es tan sensual ni tan sensible a los placeres gastronómicos, pero debemos reconocer que una ciudad que posea una calle como la que estamos refiriendo, demuestra  un grado de civilización altísimo, y serían esa calle y sus afluentes (calle San Juan, San Agustín, Albornoz...), razón suficiente para desear vivir en ella la mayor parte del año. Con una calle así y un río como el que la cruza, cualquier ciudad es un dulce lugar para vivir.



A la mañana siguiente, al salir del hotel, ya habían madrugado las cigüeñas que tiene su nido en el hospital, pero no J.A. ni N., ni tampoco P. Y C., que se alojan en la casa de los dos primeros. Mientras esperábamos que se duchasen y se tomasen el desayuno, nos fuimos a dar una vuelta por el barrio.

Entramos en el mercado de San Blas, que está en un edificio muy hermoso. Las carnicerías y pescaderías eran como las de todas partes, pero las fruterías no. Las verduras que allí tenían expuestas eran de un tamaño exagerado. Las alcachofas, los espárragos, las lechugas, los pimientos y calabacines, eran todos de concurso, como fenómenos de feria... Y los colores mucho más intensos y vivos que los del mismísimo arcoiris... Salimos de allí fascinados.



Haro es un lugar rodeado de bodegas, repleta de cigüeñas que anidan en aleros, torres y espadañas, y con una escultura en cada plaza, en cada esquina... En la Plaza Mayor, algunas casas galdosianas, soportales y negocios decimonónicos ("Zapatería Cabezón"), un templete con unos baños públicos y un "Café Suizo". Naturalmente, también vimos decenas de bares y tabernas y una iglesia, como todas las que  nos estamos encontrando por estas tierras, de dimensiones catedralicias... Paseamos, tomamos el bon vino de Berceo y los juglares, comimos la menestra riojana y el bacalao, dimos otra vuelta y finalmente, como si fuésemos rentistas, nos sentamos en ese "Café Suizo", a ver pasar las nubes...






Después nos acercamos a Briones. Es un pueblo precioso, con casonas antiguas, un museo y una iglesia colosal. Una de las casas parecía la de la mismísima Celestina. En el museo vimos todo tipo de objetos antiguos, del vivir cotidiano: zafras, alcuzas, damajuanas, orzas, tinajas y tinajillas, candiles y faroles, cillas, artesas, pucheros, una benditera... Cuando llevábamos una cuarto de hora, apareció la encargada, a decirnos que iban a cerrar. Así que nos fuimos de nuevo a la calle. 




Casi todas las casas son, en ese pueblo, de piedra sillar, y casi todas estaban en venta. Apenas se veía a nadie. Al final del pueblo encontramos un mirador impresionante sobre los meandros del Ebro y las tierras vascas de Álava. No contentos con eso, subimos un poco más, hasta las ruinas del castillo, donde jugaban unos críos ("Yo soy el capitán", gritaba uno cambiando de personalidad con desparpajo infantil, "y vosotros los arqueros... Dispersaos..." Y saltaban por entre las rocas felices y entregados a su lucha...). Y aún más altos, por una escalera de caracol, nos alzamos hasta la torre. Desde allí se veían las cortinas de agua que caían sobre Haro, y, hacia la izquierda, el garabato nervioso y fugaz de unos rayos. De manera que no estuvimos mucho tiempo allí encumbrados, el justo para sacarnos unas fotos y contemplar las panorámicas...




Nos volvimos. Ya de vuelta en Logroño, vimos una exposición de viejas fotos de Amós Salvador Carreras, un político republicano aficionado al arte de retratar, y tras esto no tuvimos más remedio que regresar al Laurel, para saciar el hambre y la sed que nos habían abierto tantas excursiones. 



Cuando llegamos al hotel, las cigüeñas del hospital ya estaban durmiendo.







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