Desayunamos cada mañana en la cafetería del hotel. Cada día nos encontramos allí, más o menos, con la misma gente: una camarera malencarada, un pequeño capo local y una extraña pareja. La camarera va y viene rezongando, de la cafetera al tostador, del tostador a la bandeja de los cruasanes, con un gesto de hastío y malhumor... El don riojano es un hombre mayor que entra cada mañana muy recto, manejando un bastón, con sus canas muy repeinadas y la piel como los pergaminos de las glosas emilianenses, y un bigote fino y anticuado. Se sienta con la espalda rígida y un café y hojea el periódico con una mezcla de escepticismo y presbicia, mirando la marcha del mundo con prevención, a una cierta distancia... Al rato aparece un joven, o una mujer, y tras hablar un momento con él, este les da lo que parece una orden y cinco euros para el autobús... La rara pareja la forman una mujer y su hijo. Ella con el pelo violeta y uno de esos abrigos extravagantemente modernos de Desigual, y el hijo un hombretón grande y pesado, con un chándal del Madrid y un pequeño ordenador. Se sientan los dos muy juntos, el muchacho abre el ordenador y la madre mira por el ventanal, y así se quedan, sin decirse ni una palabra.
Allí los dejamos cada mañana y, también como cada mañana, nos fuimos hacia la casa de J.A. y N. , por la Rúa Vieja, que es una calle medieval y antiquísima, con muchos mendigos y peregrinos. Los peregrinos, con sus mochilas y sus ropas de Decathlon, ya no parecen antiguos, pero los mendigos sí. Los mendigos tenían todos un aire medieval y ausente, como si acabasen de llegar a esa calle desde muy lejos... Los peregrinos estaban casi todos muy confundidos porque la oficina que hay en esa calle para recibirlos se la encontraban siempre cerrada. Había, eso sí, un cartel que decía que la de Navarrete, un pueblo cercano en el camino, sí estaba abierta. Un japonés se nos acercó muy confundido una de esas mañanas a preguntarnos, en inglés, si es que la palabra "abierto" significaba "close". No, le explicamos, está usted en lo cierto, la oficina está "open", le dijimos. Y claro, el hombre abrió los ojos como jamás lo habrá hecho un oriental, pues la puerta donde colgaba ese aviso estaba cerrada a cal y canto, y echadas las cortinas, y hasta polvorienta y como abandonada. Miraba el peregrino japonés aquella puerta sellada, y luego a nosotros, y no debía saber el pobre hombre qué pensar. Así que tratamos de explicarle que la que estaba open, era la oficina de Navarrete, que era una little city, una quiet town, muy próxima... El hombre cabeceaba como si nos entendiese, pero yo creo que no comprendió nada, y que se fue Rúa Vieja abajo pensando que éramos o unos guasones o unos locos.
Como la noche anterior los chiquillos se habían ido a cenar con J.A. y N. y luego les habían puesto una película, cuando llegamos a la casa estaban dormidos como troncos. Los desperté de un modo dulce y eficaz. Comencé a tararear "Los novios", de la inigualable Lorena Álvarez y su Banda Municipal, esa canción que dice así (más o menos):
"Me da igual que tengas mil novias / porque sé que solo piensas en mí; / me da igual que las beses a todas / porque sé que solo me quieres a mí... / Y si no fuera así, pues también me daría igual, / porque si no me quieres, para que me iba yo a enfadar..." Lo canté dos o tres veces, cada vez en un tono más enérgico y alto, y se levantaron al instante.
Mientras se aseaban y desayunaban, me fui a ver librerías. La primera, una de tres pisos al lado del mercado, nos gustó mucho. Estaba vacía y el dueño me dejó curiosear a mis anchas... Tenían lo que todas, pero era muy agradable subir y bajar por unas escaleras muy estrechas, rodeado de libros por todas partes. En el hilo musical sonaba Nacho Vegas, lo cual no sé todavía si es bueno o malo...
Al irme, hablaba el dueño con unos clientes... Le estaban preguntando por un libro del Ministerio de Agricultura que le habían encargado hacía ya un tiempo... "Esos no contestan nunca", se disculpaba el librero... Y ya comentaron de no sé quién, natural de la ciudad, que era la mano derecha del ministro de ese ramo, y que, al igual que ese ministro, dijeron esos hombres, era un gran tragaldabas...
La siguiente, "Cerezo" de nombre, en los soportales, era muy grande, pero nos pareció destartalada y sin orden... Salimos igual que entramos, sin comprar nada, orgullosos de haber vencido ese vicio nuestro de los libros... Al salir, en la plaza de la catedral protestaba una manifestación con tambores y petardos... "No nos vamos a dejar, que se metan por el culo la reforma laboral", coreaban en un castellano de perfecta dicción.
No encontré más librerías porque me llamaron, que ya estaba al fin todos en la calle y en su busca me fui.
No encontré más librerías porque me llamaron, que ya estaba al fin todos en la calle y en su busca me fui.
Desembocamos de nuevo en esa calle del Laurel (se ve que es como un imán). Día laboral y lloviznando, estaban las tabernas vacías, y fue muy agradable guarecernos en unas cuantas. Son, por lo general, muy pequeñas, un largo mostrador a la derecha o a la izquierda, y un estrecho pasillo. Lo justo para que la gente se tome un vino y una tapa y pase, como en el juego de la oca, a la siguiente casilla. Estuvimos en una que se llamaba Juan y Pínchame, y de ahí saltamos a El Abuelo, y de esa a Las Quejas, al Ángel, y finalmente a una regentada por un señor de Linares. En Gijón también hay un bar de un señor de Linares, lo que podría llevarnos a aventurar la teoría imprudente de que en todas las ciudades hay siempre un bar de un señor de Linares.
Después de comer dejamos de nuevo, abusones, que los chiquillos se fuesen con su primo y N., y nos marchamos a descansar de tanto ajetreo al hotel. Tumbados en la cama, por la ventana veíamos el río y las cigüeñas...
Por la tarde quedamos en el Museo de la Ciencia, a la orilla del río...Nosotros llegamos por el Puente de Piedra, los chiquillos y J.A. y N. por el de Hierro.
Una guía con solo dos dedos en su mano derecha (de la izquierda no puedo dar noticia, que la tenía metida en el bolsillo del pantalón) nos habló muy amenamente de las construcciones medievales, pero justo cuando se iba a ocupar de los faros, con lo que a mí me gustan, se cansaron los chiquillos y pidieron salir a probar los juegos que había fuera.
Una guía con solo dos dedos en su mano derecha (de la izquierda no puedo dar noticia, que la tenía metida en el bolsillo del pantalón) nos habló muy amenamente de las construcciones medievales, pero justo cuando se iba a ocupar de los faros, con lo que a mí me gustan, se cansaron los chiquillos y pidieron salir a probar los juegos que había fuera.
Luego, como ya estábamos con el cuerpo hecho, nos fuimos hasta el ayuntamiento, donde tenían levantada una carpa con una exposición de ciencia y magia... Tuvimos que esperar un buen rato antes de entrar. Aproveché para contemplar ese edificio del ayuntamiento, obra de Moneo. Después de haber visto estos días las catedrales y las casonas que hay por estas tierras, es inevitable pensar que, en asuntos arquitectónicos, hemos ido, indudablemente, para atrás.
Después fuimos a buscar, nómadas, el sustento, naturalmente a esa calle inagotable de bares, vinos y tapas. Cuando volvíamos al hotel, en la calle San Juan, distraída en medio de los bares, topamos con una librería preciosa, "Castroviejo". Estaba, claro, cerrada, hecho que lamenté largamente... Parecía esa noche, esa librería, extranjera, por los libros que tenía en el escaparate, cuidadosamente elegidos todos, ediciones exquisitas, autores que amamos... En un rincón, el último libro de Amalia Bautista. Nos dio un pequeño ataque de ansiedad. Me llevaron a un café de la calle Portales, a que me tomase una tila y me dieron a leer el Marca, para que se me pasase. Y, efectivamente, ya me tranquilicé y regresamos al hotel por una ciudad vacía...
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