El viernes fuimos al concierto de la academia de música a la que van mis sobrinas.
Llegamos tarde y no pudimos escuchar a A.
Apenas nos habíamos sentado, salió C. Lo hizo muy bien.
Y ya lo que vino después fue un larguísimo desfile de muchachos y muchachas que saludaban con timidez al público -entregado y capaz de aplaudir con las manos ocupadas por teléfonos móviles y cámaras de fotos-, interpretaban con mejor o peor fortuna una breve pieza, volvían a saludar muy ceremoniosos, y regresaban al patio de butacas dejando el piano libre para el siguiente.
Los presentaba la directora, con voz cansina y desganada, sin dar datos sobre la pieza que iban a tocar, de un modo mecánico y monótono, paradójicamente muy poco armónico y esdrújulo...
Como no conocíamos a nadie más que a nuestras sobrinas, aquello pronto comenzó a hacérsenos muy tedioso. Sobre todo a P., que resoplaba sin disimulo cada dos o tres segundos, cosa que también habría hecho yo de no ser por A., que miraba a P. con reprobación.
Sin embargo, cuando ya estaba a punto de levantarme y decir que me estaba meando y que no podía más, que los esperaba fuera, subieron al escenario tres muchachos, uno después de otro, se entiende, que me dejaron clavado a la butaca. Hasta P. dejo de perder aire... ¡Qué prodigio! En su manos se convirtió aquel piano de cola en una orquesta entera y verdadera, y nos arrebató la música de un modo inusual, emocionándonos, si no hasta las lágrimas, hasta su misma orilla...
A la salida olía la ciudad gloriosamente, perfumada por la que tal vez sea la más delicada fragancia del mundo, el olor a tierra mojada. Se veían las aceras húmedas y brillante el asfalto, y aún caían, rezagadas, algunas gotas, gruesas y espaciadas, como suelen serlo las de los chaparrones del verano...
No hay comentarios:
Publicar un comentario