Llegó el tren con puntualidad exquisita, como si fuese este un país civilizado. En el vagón que nos correspondía, justo a nuestro lado, una señora de Alicante llevaba de polizón, bajo una manta de colores, a un perrillo de raza indefinida, un perrillo raquítico y nervioso que, sin embargo, bien aleccionado y obediente, no dijo esta boca es mía: ni un ladrido, ni un gruñido, nada... Pasaba el revisor, y este perro sin raza se escusaba bajo la manta y, menguado de cuerpo, no se podía creer que allí pudiese haber algo más que las rodillas de aquella señora, pequeña también, aunque más redonda.
El tren era un tren que venía de Alicante, orilla del mar, y tenía como destino Santander, también sobre las olas. A pesar de esto, nos pusieron un documental sobre el occidente asturiano - a nosotros, si alguna vez nos diese la ventolera de reclamar la independencia, más que un país, pediríamos ser un imperio, pues allí no hablamos de Este y Oeste, sino de Oriente y Occidente, así, con mayúsculas. Era un documental curioso, rodado desde un coche y un helicóptero: San Martín de Abres, Taramundi, los Oscos...
Nos bajamos en Valladolid, que allí hacíamos trasbordo. Nos asomamos un poco a la ciudad, pero de noche todas las ciudades son pardas. Además, no teníamos mucho tiempo, pues el tren que debíamos coger no tardaría. Volvimos a los andenes, pero sí, sí tardó, que venía de Cádiz, y desde esa atlántica orilla son muchas las leguas que hay que contar hasta el viejo reino de Castilla.. Llegó al fin, con bastante retraso, y a media luz, porque esta se iba y se venía... Cuando nos quedábamos a oscuras, era incómodo pero bonito, solo el ruido de la máquina devanando los kilómetros, rodeados de noche...
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