Sucedió dos días antes de marcharnos a Asturias, al dulce país nuestro.
Lo supe desde el mismo día que vi las casetas a medio montar en el paseo. No tardará en llegar la lluvia, me dije. Porque aquí, se instala un puesto de libros callejeros e inmediatamente se abren los cielos y comienza a caer la lluvia universal...
Lo supe desde el mismo día que vi las casetas a medio montar en el paseo. No tardará en llegar la lluvia, me dije. Porque aquí, se instala un puesto de libros callejeros e inmediatamente se abren los cielos y comienza a caer la lluvia universal...
No sé cómo no se han dado cuenta todavía, pero aquí, en los tiempos de sequía, más que rogativas u oraciones, si realmente se quiere que llueva, lo que hay que hacer es instalar unas casetas y poner en ellas esos libros tan viejos y menesterosos...
Nadie recordaba un otoño tan seco como este -en asuntos de meteorología las gentes acostumbramos a ser olvidadizas-, y el otro día, cuando ya estaba a punto de doblar la esquina el invierno, llevaba la feria navideña de libros usados tan solo un par de días abierta, comenzó a llover con la desesperación de quien lleva mucho trabajo atrasado... Las hojas, mojadas, se volvieron pardas, y las luces navideñas, pocas y discretas, se trocaron en lágrimas de colores...
Ese día en que al fin volvimos a ver llover, fui, sin paraguas, a darme una vuelta por esa feria, para agradecerles el prodigio a esos libros vagabundos y a saludar a esos libreros con aspecto de feroces bucaneros... Y ya que estábamos allí, le remediamos la orfandad, de momento, a un libro de Azorín, de Austral, a los Dos crímenes de Ibargüengoitia y a un disco de Santiago Auserón con la Original Jazz Orquestra... Empleamos un billete de cinco euros y aún nos sobraron algunas monedas. ¡Qué generosas estas ferias de libros viejos, que nos traen la lluvia por poco más que una limosna...!
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