Al comienzo del verano P. se fue una semana a Irlanda, a practicar su inglés. Nosotros, mientras él se paseaba por la verde Erin, esa joya esmeralda en mitad del mar, nos dirigimos hacia el sur, hacia Úbeda. Viajamos en compañía de unas nubes oscuras y muy barrocas que, mira tú qué coincidencia, iban en nuestra misma dirección.
Al rato aparecieron los pájaros suicidas. Ya nos ha sucedido en alguna otra ocasión. A. dice que es por el color del coche -blanco roto-, pero yo pienso que debe ser por alguna otra causa más profunda. Al poco de comprarlo -antes teníamos uno rojo burdeos-, se estrelló contra él, también camino de Úbeda, un gorrión, contra la parte frontal. No sé cómo pudo hacerlo, pero se coló entre tres estrechas láminas que hay bajo el capó y allí se quedó, en un pequeño hueco, como en su mausoleo.
A M., una amiga de A. gran amante de los animales y dueña también de un coche blanco -desconozco qué tipo de blanco-, también le ha sucedido con frecuencia. Pájaros como kamikazes japoneses que se lanzan en picado contra el coche y se inmolan contra él. Ella también defiende esa teoría del color. Y sufría lo indecible con esos frecuentes sacrificios ornitológicos. Hasta que uno de ellos le abrió un redondo boquete en la carrocería que le costó en el taller sus buenos dineros. Tuvo entonces muy ásperas palabras hacia esos alados y enloquecidos seres y ahora, cuando los ve acercarse a su coche, saca el puño por la ventanilla, por espantarlos...
En este primer viaje nuestro, el primero del verano, calculo que se suicidarían bajo nuestras ruedas una media docena de pajarillos. Yo creo que no tiene nada que ver con el color del coche, sino, como les sucede a las personas, con las dificultades del vivir. Contra la opinión de algunos ingenuos poetas, la vida pajaril también debe tener sus trágicas pesadumbres. Vivir no es fácil, tampoco para ellos.
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