martes, 28 de octubre de 2014

Las costumbres



En Palacio hacemos más o menos lo que en todos los palacios hacen sus dueños. Nada. Nos levantamos cuando nos despertamos, damos lentos paseos por los caminos que rodean el pueblo, mantenemos largas conversaciones con los caseros y los vecinos -el escultor y su mujer cosmopolita-, de vez en cuando bajamos al bar o a la playa, leemos un libro tras otro, dormimos la siesta y cada noche contemplamos, cuando se dejan ver, las estrellas. Y poco más.

Nos hacemos unos desayunos pantagruélicos, con frutas, zumos, tostadas, leche y bollería, y salimos un rato a leer al jardín, entre las hortensias y los raitanes, que viven de ocupas en un muro de la casa y llevan una vida muy ajetreada, entrando y saliendo sin parar todo el día. Frente a nosotros, la mole impasible y magnífica del Benzúa. De vez en cuando detengo la lectura y me quedo contemplando ese monte largo rato. Si alguien me viese, por ejemplo los raitanes si no anduviesen tan ocupados, podría pensar que estoy reflexionando sobre lo leído. Pero no, que son novelas policíacas. En realidad no pienso en nada. Solo contemplo esa montaña con la misma fascinación e inocencia con que se mira el mar. Ensimismado en ese mirar sin propósito ni fin. 

Luego solemos ir a pasear. Muchas veces vamos hasta Mestas. En una de esas caminatas, A. la chica nos contó que a veces piensa que la vida es como un videojuego, y que Dios nos maneja como hace ella con los personajes del Mario Kar...

-Tú no habrás leído a Unamuno, ¿no?-le pregunté alarmado.
-¿Quién es ese?-me tranquilizó.
-Pero, ¿tú crees en Dios?
-No, no sé, pero digo si existiera. Si existiera yo creo que la cosas sería más o menos así-se explicó.
-...

Llegados a Mestas acostumbramos a pararnos en el hotel a tomar un café. El dueño es un vasco dicharachero que siempre nos da más conversación que café. Al parecer, ese día se le había torcido desde prima hora. Se encontró con que se le había estropeado la máquina del hielo, y al cabo de dos horas, una clienta les llamó alarmadísima porque se le estaba inundando la habitación. Al tratar de recuperar un anillo que se le había escurrido por el desagüe, desmontó la tubería con una navajilla de excursionista y ya no supo después cómo volver a colocarla... Luego, ya más tranquilo y desahogado, nos informó de que este año hay veintisiete vecinos nuevos en el pueblo.

-Es por la crisis- nos explicó.- Aquí tienes muy pocas cosas y por lo tanto tienes que vivir con muy poco...

A la vuelta solemos cambiar algunas palabras con los vecinos que están siempre en su jardín, él leyendo el periódico o dibujando; ella cuidando a su madre, que ya no sabe quiénes son los que la cuidan, quién ella misma, dónde está... Ya jubilados, viven entre esta casa y Madrid. Ella nació en Río de Janeiro, y luego, ya de casada, pasó por muchos sitios, entre ellos Albacete. Lo recuerda con mucho agrado y nos pregunta por calles, por viejos comercios, por el extenso parque en mitad de la ciudad... Él  fue piloto de aviación en Amsterdam y viajó por medio mundo antes de dedicarse a la escultura. Casi siempre hablamos de las mismas cosas.

Con don A. las charlas son más largas. Cuando nos trae leche, o patatas, o lechugas recién sacadas de la tierra, nos pasamos luego mucho tiempo de cháchara. A veces son conversaciones anticlericales. Por ejemplo cuando nos contó su encuentro con el nuevo cura, que estaba limpiando unas malas hierbas en una finca cercana. 

-Nunca había visto a un cura sudar. Así se lo dije. Ahora se les pueden decir cosas como esas. Antes no. Aquí, los curas siempre nos han dado mucho respeto. Y algunos hasta miedo. Eran terribles.

Después de la siesta - que hacemos en el jardín, sobre una tumbona y con el libro abierto tapándonos la cara- algunos días bajamos al bar, a conectarnos a internet por ver qué rumbo sigue el mundo. Parece que el de siempre, aunque no nos enteramos de gran cosa porque todas esas tardes acaban por distraernos los parroquianos. Hablan de sus parientes en Venezuela, del tiempo perro que se gasta por aquí, de lo que la tele escupe... Alguna vez entra un turista, que llega desde México en busca de sus antepasados y parientes... En una esquina del bar, al lado de las estampas de la Virgen de Covadonga, del Sporting y del Oviedo F. C., hay colgado un calendario de Nueva Caledonia.  

Algunas veces bajamos a Posada. A comprar víveres. En Posada hay un embriagado que algunas tardes se oscurece y va de bar en bar provocando pequeños altercados. Algún vecino o camarero termina por molestarse y trata de echarlo de mala manera. Se intercambian ásperas palabras, hay amagos de agresión. Finalmente, el embriagado se va, amenazante:

Ya te garraré...

Otras veces subimos hasta el cementerio. Los apellidos que se leen en las lápidas coinciden a menudo con los topónimos de alrededor: Balmori, Turanzas, Poo..., y con alguno más lejano, como Amieva. Al fondo de un nicho vacío, un murciélago. Una de esas tardes, cuando abandonábamos el camposanto, apareció un Golf rojo. Aparcó junto a la puerta. Vimos que lo conducía una mujer muy mayor, muy arrugada, muy encogida, una mujer inverosímilmente vieja. Se bajó sin mirarnos. Se movía lenta pero segura. Sacó del maletero, con algún esfuerzo, un carro de la compra. Sobresalían de él unas cuantas hortensias y el palo de un cepillo de barrer. Lo arrastró dentro del cementerio y se pierdió en él.

Al pasar delante de la iglesia, escuchamos, ronca y profunda, la voz del párroco. Desgranaba, lento, las palabras del Agnus Dei...





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