jueves, 28 de octubre de 2010

Lo que yo habría dicho si hubiese sabido cómo hacerlo

Hace apenas un par de semanas descubrimos que Muñoz Molina tiene una página web y que lleva en ella un diario. Desde entonces, acostumbramos a visitarla cada sobremesa y leer la anotación del día. Y nos resulta, esa lectura, tan placentera como muchas de sus novelas. Lo titula "Escrito en un instante". No sabemos cuánto tiempo le ocupará componer esas entradas, pero algunas  son realmente hermosas y emocionantes. Acudimos a ellas cada día con todo el entusiasmo que nos falta para entregarnos a su última novela, "La noche de los tiempos", que nos intimida con sus dimensiones prodigiosas, con un peso que no estamos seguros de poder soportar - nuestros  brazos son flacos y  frágiles nuestras muñecas- durante las semanas que nos llevaría su lectura, con sus páginas densas, sin puntos y aparte, sin párrafos ni diálogos, sólidas y contundentes. Vamos posponiendo su lectura y no sabemos cuándo nos sacudiremos esos remilgos y miedos y empezaremos al fin con ella. De momento, no es el momento.

Y de esto precisamente habla Muñoz Molina en la entreda de antesdeayer, de la libertad del lector, de cómo hay un libro para cada  situación, de cómo lo que  emociona a unos puede dejar perfectamente indiferentes a otros. Lo cuenta tan bien que para qué va a seguir glosando uno tan torpemente. Aquí lo pueden leer.

En nuestra casa a Muñoz Molina le tenemos puesto un pequeño altar. Porque nos gustan mucho sus novelas, por su defensa de la educación pública, su denuncia de los comportamientos de una casta política que, se diga lo que se diga, no se merece nadie, y, finalmente, porque es de Úbeda, que es también el pueblo de mi mujer. Mi suegra Felipa lo conoce desde pequeño, y dice que era un hurón, siempre escondiéndose de las visitas, muy tímido, y era, mi suegra, clienta de su padre, hortelano con un puesto concurridísimo en la plaza de abastos, y conocida de toda la vida de su madre, etc, etc.

Por todo eso, hace un par de años le mandamos una carta desde el instituto, invitándole a visitarnos para que les hablase de sus libros a los alumnos, le invitábamos a él y a su mujer Elvira Lindo. En realidad, la que queríamos que viniese en primer lugar era ella, porque a los muchachos les encanta "El otro barrio", y hasta había alumno que nos agradecía emocionado el haberle puesto ese libro entre las manos. Esto y algunas cosas más le decíamos en la carta, como el hecho de que uno estuviera casado en su pueblo. La echamos al correo como quien lanza una botella al mar, sin muchas esperanzas. Naturalmente, ni Muñoz Molina ni Elvira Lindo han venido a nuestro instituto, pero al cabo de unos meses, cuando ya nos habíamos olvidado del asunto, nos contestó, en sobre y papel con el membrete de la Real Academia, que es el lugar al que habíamos dirigido nuestra invitación.







Es una carta muy bonita. La íbamos a enmarcar y a colgar en el Departamento, pero de momento no lo hemos hecho y la guardo, codicioso, en un cajón. Se disculpa por no aceptar nuestra invitación y nos agradece que nos ocupemos de sus libros. También nos dice que él no  aprendió gran cosa en la universidad y sí en el instituto de su pueblo. "El instituto es el lugar donde se decide nuestro porvenir", escribe. Finalmente, se vuelve a disculpar y dice que "escribir es un oficio que ocupa la vida entera" y que lo mejor que puede dar a los lectores está en sus libros. Naturalmente, cuando leímos todo esto nos pusimos todos muy gordos. Un tío lúcido, ya lo decíamos, pensamos todos. Y sensible, y educado, y considerado... Aunque el caso es que no vino.




Seguramente hizo lo correcto, es decir, quedarse en casa y seguir escribiendo. Si tuviesen que acudir a todos los lugares desde donde los llaman, a los escritores no les quedaría ni un instante para escribir nada, efectivamente. Sabio hombre. Compruébenlo en su diario, una delicia.



martes, 26 de octubre de 2010

Hipérbole

 Cuando te presentan un libro como el mejor libro del mundo debe uno, sin duda, prevenirse. Sin embargo, después de hojearlo, aunque aún amoscado por semejante hipérbole, lo compré para el instituto, para la biblioteca, porque, ¿quién nos asegura que, para alguno de nuestros chiquillos no sea éste, efectivamente, el mejor libro que vayan a leer jamás? También lo hice por dos cosas que leí al azar, las que siguen:

"Algo distinto a cualquier cosa vista jamás por nadie bajó trotando las escaleras y cruzó la habitación.
- ¿Qué es eso?- preguntó pálido el Duque.
-No sé qué es- dijo Chitón-, pero es el único que existirá jamás"

"La mitad de los lugares en los que he estado jamás existieron. Me invento cosas. La mitad de las cosas que digo que están allí no están. Cuando era joven me inventé una historia sobre un tesoro de oro enterrado y hombres de varias leguas a la redonda vinieron a cavar al bosque. Yo mismo cavé.
-Pero ¿por qué?
-Pensé que quizá fuera cierto".

El libro se titula "Los trece relojes" y lo escribió James Thurber en 1950.




El caso es que, pensando en algunos de nuestros alumnos, lo compré. Y esa misma tarde lo leí en un apenas un par de horas.

Bueno, quizá sea, para alguien, el mejor libro del mundo. Yo no diría tanto. Sólo puedo decir que probablemente sea un hermoso relato, pero nos hemos encontrado, esta historia y yo, demasiado tarde.

domingo, 24 de octubre de 2010

El rastro en miniatura

            Hay en Albacete, todos los domingos, una cosa con mucho encanto: un baratillo diminuto, con el mismo sabor que el rastro madrileño pero de dimensiones mucho más modestas, como si se tratase de una miniatura de aquél, una pequeña maqueta. Son cinco  o seis personas que, en la Plaza Mayor- que, con el desarrollo urbano, se ha quedado en un rincón menguado, casi nada- despliegan su mercancía destartalada y variadísima: colecciones de tornillos, herramientas extrañas que no se sabe para qué cosa puedan servir, herraduras, candados,  picaportes, aldabones..., todo envuelto en una capa de óxido antiguo, cubierto con la pátina de lo averiado e inservible; también hay cuadros descoloridos y tristes,  paisajes marinos o desvaídas escenas religiosas; se ven carricoches, bandejas, aguamaniles, muebles desportillados, llenos de polilla y polvo, libros... El de los libros es un puesto larguísimo en comparación con los otros, en forma de ele y que ofrece a la concurrencia enciclopedias escolares de antes y después de la guerra, calendarios zaragozanos de hace diez años y novelas de autores que ya nadie conoce, colecciones de postales viejas, clásicos populares...





            Cuando yo descubrí este lugar de las mañanas dominicales, la estampa la remataba una clientela de gentes tan desportilladas y oxidadas como los objetos esparcidos por el suelo: señores de zapatos fatigados y polvorientos, viejos pantalones raídos y chaquetas florecidas de mugre y lamparones, barba de varios días y hombros caídos y cansados. Se paseaban de un puesto a otro, sopesaban alguno de aquellos objetos, cambiaban alguna palabra con los gitanos, se animaban un momento y, finalmente, terminaban por irse por el mismo sitio por donde habían llegado, cojeando o con andar vacilante, al arroyo de su vida. Era todo muy literario y melancólico. Todas las mañanas de los domingos, frente al viejo “Bar Corales”, hoy derribado, durante unas horas todo un mundo de ruinas y fracaso se daba cita en la pequeña plaza: vidas y cosas que no eran más que sombras de otro tiempo. “¿Qué hacías la otra noche durmiendo en aquel banco de mi calle?”- le preguntaba un parroquiano al hombre despeinado que echaba una mano en el puesto de los libros viejos. Y éste no contestaba nada, ponía cara de sorpresa porque ni siquiera recordaba ya la penúltima borrachera. “No beba usted más, hombre, ¿no se da cuenta de que se está usted matando?”- le recriminaba una señora bajo un abrigo de pieles a un hombrecillo menudo y frágil como un gorrión que vendía relojes descascarillados y locos, cuyas agujas se habían detenido hacía tiempo en una hora antiquísima y absurda.


            Hoy las cosas han cambiado un poco. Continúan más o menos los mismos puestos, pero los gitanos traen de vez en cuando muebles de postín, enormes aparadores muy labrados, de patas torneadas y figuras de fantasía como sacados del comedor de un notario, hay puestos de sellos y de monedas antiguas, siempre rodeados de un enjambre inquieto de aficionados al noble e inocente arte de la numismática, se venden algunas antigüedades no demasiado estropeadas, en fin, que el género ha mejorado sensiblemente, y entre la clientela hay gente de todo tipo, jubilados ociosos, matrimonios que desembocan desde la misa en la catedral, jóvenes parejas, curiosos... De manera que ya no es aquella escena de película de Buñuel, de cuadro de Solana o novela de Baroja que parecía antes. El puesto de libros también ha notado estos vientos de mejora, y ofrece más volúmenes y posibilidades.        

Pero todo viene a ser lo mismo, todo igual y distinto como ya nos avisó don Antonio Machado, y esta pequeña almoneda al aire libre, este rastro en miniatura, conserva aún el viejo encanto de las cosas pequeñas y olvidadas, como los desvanes de las casas, como los baúles cerrados y las cajas de galletas donde amarilleaban las fotografías antiguas. Son las nieves de antaño que, todos los domingos, vuelven a brillar un momento en ese pequeño rincón de la ciudad. Nosotros acudimos, todas las mañanas de los domingos, con la misma ilusión con la que de niños subíamos al desván, gran aventura, o revolvíamos en el viejo baúl de la abuela, o repasábamos las fotografías color sepia que nos mostraban una vida que no era la nuestra y, por eso, nos fascinaba.



 

viernes, 22 de octubre de 2010

José Jiménez Lozano

Son pocos los escritores, apenas una docena escasa, por los que sentimos, más que afición, verdadera devoción. Cervantes, Galdós, Tolstoi, Machado, Pla, Stevenson, Cunqueiro, Perucho, Carlos Pujol, Trapiello... Cualquier libro de estos autores nos hace tal compañía que los consideramos como amigos verdaderos. Así nos sucede con los de José Jiménez Lozano. Sus cuentos, tan hondos, tan hermosos, no nos cansaremos jamás de leerlos, y nos han emocionado hasta las lágrimas muchas de sus novelas, y sus poemas. Hemos leído con placer sus colecciones de artículos y, desde hace ya unos cuantos años, las entregas de sus diarios. Les sabe poner, además, unos títulos preciosos a estos libros suyos: "El grano de maíz rojo", "El mudejarillo", "La luz de una candela"... Sin embargo, en las últimas entregas de éstos, al lado de entradas y apuntaciones que son un regalo para el lector, aparecen muchas muy amargas, y apocalípticas y, en algún caso, incluso injustas. Acabamos de terminar de leer la última entrega, "Los cuadernos de Rembrandt", y en él, junto a fragmentos deliciosos y estampas bellísimas, aparecen muchas reflexiones que no podemos dejar de compartir, sobre la fea marcha de estos tiempos nuestros, y la tesis general del libro, aunque bien amarga y triste, nos parece exacta y verdadera.





Pero hay instantes en que  tenemos que protestar, y mover la cabeza negando lo que don José afirma de manera categórica y un poco tramposa. Por ejemplo cuando, a propósito de la apertura de las fosas comunes del franquismo, se muestra muy crítico con ello y escribe: "Se están abriendo fosas comunes del tiempo de la guerra civil española de 1936-1939 -aunque solamente las de uno de los dos bandos-..." Este inciso nos ha parecido particularmente triste, y deshonesto, porque es imposible que Jiménez Lozano desconozca que el hecho de que se abran ahora sólo las de uno de los bandos es porque son ésas las únicas que quedan sin exhumar, que las del otro ya lo fueron en su día, y con todos los respetos y hasta honores. De manera que, esté de acuerdo o no con este remover el pasado, bien podría haberse ahorrado esa puntualización, en un fragmento que se sostiene bastante mal, con muy pobre argumentos.




Pero, a pesar de estos desbarres, son mucho lo que nos dan los libros de este viejo escritor. Tanto que es uno de los pocos de los que hemos escrito alguna vez en el periódico. Hace ya unos cuantos años, publicamos esto cuando le concedieron el Cervantes:


El canto de un pájaro solitario



            Se ha dicho de José Jiménez Lozano que se trata de un “escritor de pueblo”, y es verdad entendido esto como un escritor al margen, escondido, arrinconado y casi secreto, en cuyos libros encontramos también cosas pequeñas, vidas humildes e insignificantes, el olor de la leña en el aire, el humo dormido sobre unos cuantos tejados, el silencio de la nieve  y el canto del cuco. Todo esto es verdad. Y sin embargo, a pesar de ello pocos escritores pueden presentar una obra como la suya, tan extensa y honda, tan llena de vida y del significado oscuro de ésta.

            De modo que lo que sacamos siempre de los libros del J.J. Lozano es como agua de un pozo muy profundo, un agua clara, limpísima y pura. Esto es así porque en ellos nos hablan, con  palabras verdaderas, los olvidados y los perseguidos y, también, algunos muertos que la memoria del dolor humano mantiene aún entre nosotros. Con la piedad y la compasión que sólo se encuentran en unos cuantos clásicos, estos libros – colecciones de poemas, cuentos o novelas, ensayos y diarios- retratan la vida de los débiles y los inocentes, de aquellos que la historia ha dejado postergados en sus cunetas. Los cuentos son siempre muy parecidos: historias pequeñas que revelan el misterio de la vida, historias que suceden en mitad de una ventisca y que tienen la misma pureza de esa nieve que cae y la lucidez del viento helado; historias breves, que beben en las fuentes de antaño: en los Evangelios, en viejas crónicas, buscando siempre, con delicadeza, el fondo del corazón de los hombres, como un pozo. Y ese es el mundo que encontramos en sus novelas, en sus ensayos y en los poemas que ha ido publicando en todos estos años, desde que comenzó a hacerlo allá por la década de los cuarenta. Y están también sus diarios, que vendrían a ser el mapa de esta geografía literaria y espiritual.

           
Si los premios bautizados con el nombre de un gran escritor han nacido para honrar el nombre que los señala y , en los premiados, la continuidad de un modo de ver el mundo y la literatura, este año el Cervantes no ha podido ir a mejores manos. En su libro Los grandes relatos, hay un cuento, titulado El señor Torres, que es un hermoso homenaje a Cervantes: ese señor Torres, trasunto contemporáneo de aquel Miguel de Cervantes que malvivió en nuestro siglo de Oro y que, a pesar de la pobreza, la guerra, la cárcel y las malandanzas conservó siempre vivos el humor y la mirada compasiva, es, sin duda, el emblema de la obra de este autor apartado, pues compasión, piedad y un humor que todo lo comprende y entiende son la materia con que se han compuesto estos libros: el canto, puro y profundo, de un pájaro solitario.

jueves, 21 de octubre de 2010

Errata con mayúsculas

Después de haber leído y repasado más de una docena de veces el breve texto de la entrada anterior, para evitar erratas, gazapos y demás equivocaciones antes de proceder a su publicación, me acabo de dar cuenta de que, en lugar de inaugurar el blog, lo hemos inauguarado, que es cosa, como se puede leer, mucho más exótica. Seamos optimistas. Debe de ser esto una señal de buen augurio. Vale.


miércoles, 20 de octubre de 2010

INAUGUARACIÓN

Como si se tratase de un nuevo negocio, un café, por ejemplo, inauguramos esta tarde otoñal este blog, al que vendremos, de tarde en tarde, a contar lo que se nos ocurra, a hablar de los libros que nos gustan (muchos), de las cosas que nos pasan (pocas), y de dos o tres cosas más. También traeremos hasta aquí, por pura vanidad, los artículos que escribimos, una vez al mes, en el periódico de este pueblo en el que vivimos. Y poco más. Pasen y vean, están en su casa.