lunes, 17 de marzo de 2014

Pura alegría

Nada más lejos de mi intención -creo- que venir aquí a presumir. Pero el jueves pasado, en el partido de los jueves, sucedió algo que me gustaría contar.

Antecedentes:

Tal vez porque llevamos jugando juntos quince años, esta temporada -utilicemos la jerga ad hoc- hemos roto a jugar de memoria, casi sin mirarnos, como máquina perfectamente engrasada. Y así, aunque tengo para mí que el equipo contrario atesora mayores habilidades físicas y técnicas, y además suma entre sus cinco componentes muchos menos años que los que juntamos nosotros; a pesar de todo esto, desde octubre y hasta hoy contamos cada jueves una victoria, salvo uno, que perdimos, y otros tres, que empatamos. El tercer empate fue este jueves pasado. Sin embargo, nos supo a gloria, mucho mejor que cualquiera de las muchas victorias que llevamos.


Los hechos:

No fue, ni mucho menos, nuestro mejor partido. Excepto A., nuestro portero, que estuvo fabuloso, el resto mostramos algunas flaquezas desacostumbradas: Al. arrastraba una congestión que le impedía dominar el centro como suele; C. se dolía de un tobillo; M. descubría sus cincuenta y tantos años en cada carrera... Y yo, al tercer desmarque ya notaba una alarmante falta de oxígeno y de riego...

Aguantamos las acometidas vigorosas de los contrarios y, en una jugada aislada, conseguimos adelantarnos. Fue un espejismo. Nos empataron muy pronto, y no tardaron en marcar el segundo. No sé de qué manera, empatamos. Luego, volvieron a marcar ellos (3-2); volvimos a empatar (3-3), pero apenas podíamos con nuestra alma, de modo que la derrota se adivinaba no muy lejos... Efectivamente, en muy pocos minutos nos metieron el 4º y casi enseguida el 5º. 

Quedaban tres minutos para que el partido acabase y ya la peña que ocupa la pista tras nosotros calentaba tras las porterías. Sin embargo, cuando se ganan tantos partidos uno se torna irreductible. Levantamos la cabeza, miramos al frente y nos fuimos a por ellos. 

Fueron dos jugadas fugaces, eléctricas, afiladas. Desatendiendo a su maltrecho tobillo, C. se despeñó por la izquierda y metió el balón en el área. Cómo llegué yo hasta allí, eso no sabría contarlo, pero el caso es que allí estaba, frente al portero -un verdadero pulpo de brazos y piernas extensibles e infinitos-, que tapaba la portería. Pensó que iba a rematar con violencia. Pero no. Con una sutileza también inexplicable, apenas toqué el balón con el interior, con lo que quedó el cancerbero burlado, mientras el balón anidaba en una esquina de la portería como si alguien lo estuviese posando allí con amorosas manos...

Pero lo mejor estaba por llegar. En la última jugada del partido se lanzó A., nuestro portero, a acompañar el último ataque. Se dirigió hacia el campo contrario como si no hubiese un mañana -realmente no lo había-, y realizamos una combinación rápida, pasándonos el balón con precisión, unos a otros, otros a uno, ante la defensa cerrada de los contrarios. La posición era como la de un partido de balonmano. Justo cuando se cumplía el último minuto, vislumbré un hueco y, con la pierna izquierda -tampoco puedo decir ahora cómo lo hice, de qué manera coloqué el cuerpo, con qué parte del pie golpeé el balón- metí el balón por la escuadra. Empate y final.

Canté ese gol como solo lo hacemos en la infancia, como los goles que metíamos entre dos carteras en el patio del colegio. Salté junto a A., al que conozco hace más de viente años, y nos abrazamos como críos, felices como críos...


Coda:

Me fui del pabellón con una sonrisa infantil iluminándome la cara. Luego, en le coche -que tuve que llevar a F. a la fisioterapeuta-, me pitaron dos o tres veces, por quedarme parado, ensimismado, ante los semáforos. Y yo, que normalmente les habrá dedicado muy ásperas palabras a esos impacientes, levanté la mano pidiendo disculpas, franciscano y feliz.

Nada más lejos de nuestra intención -creo- que venir aquí a presumir. Lo que hemos querido es tan solo dejar memoria aquí de una alegría muy pura destilada en la alquitara de la infancia.




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