martes, 6 de mayo de 2014

En las playas de Vera (II)

El viernes por la mañana lo pasé en la piscina -con forma de ameba- con los chiquilllos y tratando de poner en práctica lo aprendido en el cursillo de natación. La verdad es que mis progresos son muy modestos, y más que nadar estuve, una vez más, luchando con el agua... Me importó poco porque nadie me hacía mucho caso. Tan solo me miraban los rusos sin camisa de las terrazas... Pero lo hacían con la misma actitud fatigada y aburrida de ayer, fríos e impasibles. Si hubiesen sido naturales, seguramente se habrían burlado de uno, pero estos eslavos no.

Por la tarde dimos un paseo por Garrucha. Estaban de fiestas las cofradías y habían levantado unas carpas donde la gente comía alegre, bebía más contenta aún, y bailaba desatada,  todo en honor de la Virgen del lugar.

Nosotros cenamos en una bar antiguo, con las ventanas pintadas de azul marinero, en una terraza sobre la playa. Desde allí se podían ver también dos grandes cargueros amarrados en el puerto, y el paseo marítimo. El mar, cuando nos sentamos, era color de nácar, casi exactamente como el cielo, y por eso se confundían en la línea del horizonte. A los postres, y sin que apenas nos hubiésemos dado cuenta, la noche lo había borrado todo... Donde antes estaba el mar, parpadeaban ahora un par de boyas; en el puerto los cargueros parecían una verbena de bombillas de colores y, en una esquina del paseo, fosforecía la gamba de neón de un puesto ambulante de pescado frito...

Al día siguiente volvimos a Garrucha para comer. El mar estaba de un azul oscuro y el cielo de un azul celeste, emborronado apenas por unas nubes ligeras y leves. Volvimos a comer frente al mar. Salía entonces uno de los cargueros de la noche anterior... Mientras comíamos una pizza, vimos cómo se iba haciendo cada vez más pequeño, achicándose camino de la línea del horizonte. Cuando al fin la alcanzó, viró hacia la derecha, camino de algún puerto de África, supusimos...

Por la tarde fuimos A. y yo a la playa... Es una playa enorme, de aspecto ligeramente abandonado, de arenas grises, entre dos cabos que se pierden en la lejanía. Hacia el sur se ven las grúas del puerto de Garrucha, y hacia el interior, la mancha blanca de Mojácar, como un nevero en el monte pardo. Sobre este, pasaban unas nubes oscuras como un mal pensamiento...

Se estaba bien allí. Soplaba una brisa que despeinaba las olas. Había bastante resaca. No se bañaba nadie. Sin embargo, al rato, pasó una hombre nadando, muy cerca de la orilla y paralelo a esta, enfundado en un traje de neopreno. Nadaba maquinalmente, como si estuviese entrenándose para pasar el estrecho o una proeza parecida. Muy cerca de nosotros, una mujer hacía yoga frente al mar. Hacía unos movimientos oferentes y lentos, como si le estuviese ofreciendo un sacrificio al océano. Este, por su parte, rezaba ronco en cada ola que se desmayaba sobre la arena. En el horizonte, una vela blanca se desplazaba muy lentamente.

Nos tumbamos en la toalla. El cielo azul estaba ligeramente emborronado por la huella de unas nubes leves, como el rastro que deja un viejo  borrador en una pizarra también vieja...






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