miércoles, 29 de octubre de 2014

El clima

La lluvia, aquí, es otra costumbre. 

A mí me da mucho gusto escuchar caer la lluvia. Ayer ese ruido suyo inconfundible se confundió con el boroboteo de un guiso antiguo que vigilábamos en la cocina... La disfrutamos, esa armónica confusión, como si asistiéramos a un exquisito concierto.

Aquí disfrutamos de un tiempo irlandés. O viceversa. Como cada uno quiera, pero o es raro que en un solo día, o en unas pocas horas, veamos pasar delante de nuestra ventana las cuatro estaciones del año: lluvias de invierno, vientos de otoño, perfumes de primavera y luces de verano... Uno detrás del otro.


Una de esas tardes que bajamos al bar, cuando ya nos disponíamos a irnos, se desató un temporal tremendo: lluvia, truenos y relámpagos... Nos quedamos a la puerta junto a los jugadores de cartas, que también se iban a sus casas y se quedaron varados, como nosotros, por culpa de esa galerna. Desde la puerta el espectáculo era magnífico: cielo negro, truenos oscuros, lluvia torrencial. Una escenografía romántica. El agua caía con vocación de río por la carretera abajo. Los rayos iluminaban el cielo y la tierra con una luz blanca y fugaz. Los truenos rodaban sordos desde las montañas y amenazaban con sepultarlo todo. La tormenta estaba encima de nuestras cabezas. Como aquello no tenía trazas de parar, los jugadores de cartas decidieron volver a ocupar sus asientos y comenzar una nueva partida.  Cuando amainó un poco, la tabernera nos prestó un paraguas, uno de esos paraguas enormes que llevan los ganaderos y se cuelgan del cuello de la chaqueta cuando no lo necesitan. Son paraguas magníficos, debajo de los cuales se podría muy bien montar un circo... Llegamos a casa con los zapatos un poco encharcados, pero el resto de nuestras personas intactas... ¡Qué paraguas espléndidos! Se lo devolvimos a la cantinera al día siguiente, con agradecimiento y lástima, porque uno de esos paraguas antiguos ya no se encuentran en las tiendas...

Aquí, todos los veranos se escucha la misma amarga queja. "No tenemos verano", se lamentan las gentes, mientras cabecean apesaradas. Las buenas gentes, que está deseando bajar a la playa y ponerse morenas, consideran que la lluvia, las temperaturas menos que templadas y los días grises y nublados, son una afrenta. Hoy, intervenía José Sacristán en este asunto. De vista en el concejo, para ver a un nieto que pasa sus vacaciones en uno de estos pueblos, dice en una entrevista que este clima es una bendición y que hay que ser un verdadero imbécil -utiliza esa palabra- para considerar, con la sequía que sufre el resto del país, que el que no deje de lucir el sol ni un instante es una fortuna, que eso pueda ser llamado "buen tiempo". El buen tiempo es este, dice: agua para no morirse de sed y noches frescas para dormir.

Pero no es para tanto. También salen días azules, limpios, luminosos. Días que amanecen con un brillo lujoso, todo de verde y azul, como una piedra preciosa.







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