miércoles, 12 de noviembre de 2014

Una visita que hacía veinte años que no hacíamos

León

Si a la Feria de Muestras hacía diez años que no acudíamos, a León serían más de veinte...

Pasamos a su vera, cada año, cinco o seis veces. Pero siempre de largo. Así que esta vez organizamos una visita, una visita sin prisas ni propósito. 

Aunque un poco descabalado, como tantos, nos pareció un pueblo bonito.

Después de dejar el coche en un garaje, nos tomamos un café y ya nos fuimos para San Isidoro. Nos lo pasamos estupendamente. El Panteón es, sin caer en exageración, un lugar deslumbrante y único. Un poco antes de visitarlo, nos contó una guía muy preparada que, aunque no se desconocía hasta hace bien pocas fechas, guardan en ese templo el que puede que sea, nada más y nada menos, que el Santo Grial. ¡Ahí es nada! Al parecer, nos contó muy prolijamente, unos profesores de la universidad de ese pueblo han documentado que el cáliz de ágata de doña Urraca, que allí se custodia desde hace siglos, por haberlo donado esta al monasterio, es un regalo de un emir o sultán, que de esto no guardo memoria, que a su vez lo había recibido como obsequio de otro que lo había ganado en fiera batalla, allá en Jerusalén, y del que todos decían entonces que era el cáliz de aquella Santa Cena famosa... En la librería de León, y en la entrada de ese cenobio, venden el libro recién publicado de esos profesores donde se certifica, con muy variados documentos, esta tesis prodigiosa. Antes, ese cáliz lo mostraban en una urna chiquitilla junto a otras maravillas de la edad medieval, pero ahora, como es natural, le han reservado una estancia para él solamente, y una urna enorme, de cristal luciente, colocada en el centro de esa celda, y te cuentan todo eso allí, rodeando a la pieza...

Después ya nos fuimos a comer y tras eso a callejear un rato. Pasamos por anchas plazas de pueblo grande y por otras, las que más nos gustaron, de pueblo chico; vimos los negocios viejos -cererías, cordelerías, imprentas y pastelerías- y los nuevos -almacenes de ropa, cafés, tiendas de informática-; nos cruzamos con peregrinos y turistas, con viajeros, con estables... Tomamos otro café, el de la tarde, sentados en la terraza de  La Más Bonita, frente a la catedral, como quien se sienta frente al mar... Vimos dos librerías de viejo y, como estaban cerradas, tan solo pudimos estar un rato con la nariz pegada a sus cristales, como niños chicos ante una pastelería... En una de nuevo, preguntamos por un par de libros de autores locales. No los tenían. Ni parecían haber oído nunca los nombres de sus autores ni sus títulos. Bajamos hasta San Marcos, por recordar a Quevedo y a Clarín, y también íbamos a acercarnos al Musac, pero el adolescente que nos acompañaba comenzó a impacientarse. Eso, unido a la desconfianza que le tenemos al arte moderno, nos hicieron desistir. 

De vuelta a por el coche, nos cruzamos con varios mendigos que estaban leyendo. Libros de la biblioteca municipal. Si no les dimos una limosna fue por no estorbarles la lectura, tan ensimismando en ella se veían...

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