sábado, 3 de octubre de 2015

Una tarde de otoño

El otro día, sin casi darme cuenta, acabé pasando la tarde en Leroy Merlin. Cómo acabé en ese lugar, no sabiendo utilizar apenas un destornillador, es asunto de ardua explicación. 

Yo creo que fue, sobre todo, culpa del otoño. Las primeras tardes otoñales, no sabría explicar por qué,  me empujan a salir de casa. Normalmente preferimos quedarnos en nuestro rincón, amasando la tarde. Sin embargo, las tardes del otoño nos apetece más coger la puerta e irnos a cualquier parte. Puede que sea por la luz, que se ha vuelto de pronto más fina, y se va cada día un poco antes. Puede ser. El caso es que cuando llega el otoño nos gusta salir por ahí, y sentir cómo el aire es ahora más sutil, y esa luz vespertina, más delicada. Tal vez nos mueva el saber que más pronto que tarde llegará el invierno, a las seis de la tarde se hará de noche, y que esta, durante varios meses, será larga, fría y oscura. De manera que es posible que este afán tan raro en nosotros de dejar la casa y salir a la calle sea semejante al del avaro que teme perder sus monedas de oro, y se desalma buscándolas por todas partes, para atesorarlas entre las manos. A lo mejor, así nosotros con la luz del otoño. Hasta aquí, la explicación poética.

La explicación prosaica tiene que ver con una chica francesa, que nos llegará como invitada dentro de una semana, con algunas reparaciones que al parecer necesita la casa, y con A., que es la que las ha descubierto y la que me sacó de casa hablándome muy firme.

-Cuando llegue L. -me dijo A. muy seria-, la casa tiene que estar impecable.
-¿No lo está? -le pregunté incrédulo-. A mí me parece que está impoluta.
-Porque no te fijas -me desacreditó de un plumazo A.

Normalmente me habría negado  a ir a un sitio como ese.  Pero -será el otoño- en esta ocasión no le costó mucho a A. convencerme de que necesitábamos, antes de la llegada de esa chica, un par de estanterías de esas que se cuelgan detrás de las puertas, un mantel nuevo, un par de fundas para los sofás y, sobre todo, una tapa para el váter del baño grande, porque la otra, la vieja, anda algo descoyuntada y a veces se sale de sus goznes. Yo pienso que podríamos seguir viviendo tan ricamente sin ninguno de esos arreglos, pero el caso es que me dejé convencer. 

La tarde nos recibió magnífica. La luz tenía el aire de un aristócrata venido a menos, y las nubes lucían espléndidas, algunas muy barrocas y churriguerescas... Había mucha gente en la calle, y ciclistas con bicis de alegres colores, todos con el aire feliz de las golondrinas. 

Cuando llegamos al aparcamiento de ese almacén, me asusté un poco. Aquello parecía más bien una romería. Coches cruzándose y buscando dónde detenerse y aparcar; carros llenos de cajas, listones de madera, cachivaches metálicos...; gentes que entraban y gentes que salían.

-¿Y esto?-le pregunté a A. 
-Es el día del 15%-me respondió con naturalidad.
-¿...?
-Si tienes la tarjeta de cliente, te hacen un descuento del 15% -me aclaró.
-¿Y nosotros la tenemos?
-Sí.

Le recordé a A. que yo, a ese sitio, no había ido nunca, y ella apenas un par de veces. "No creo que con semejante historial se nos pueda considerar clientes", le dije. Me explicó que era una tarjeta gratuita y que se la dan a quien la pide. Y que ella la había aceptado una de esas dos veces que había ido.

-Por si, como hoy, te hacen un 15% de rebaja.

Ya dentro, la gente se veía muy contenta, de un humor estupendo. Había buen ambiente en el almacén. Supongo que andaban  todos haciéndose la cuenta de lo que se estaban ahorrando cada vez que metían algo en el carro.

De todo lo que allí vendían, lo único que yo sabría instalar eran los cojines, los manteles, los felpudos, las escobillas de los baños... Todo lo demás me resultaba misterioso, ajeno e inalcanzable. De todas formas, no me lo pasé mal en la sección de ferretería. Cientos de tiradores, tornillos y tuercas los tenían metidos y perfectamente clasificados en una cajitas de cartón. Me dio por meter la mano en las cajitas, recoger un buen montón de tornillos o tuercas o tiradores o clavos, y dejarlos caer entre los dedos... Como un rey Midas. Me distraje un rato así. Luego ya me llamó A. y fuimos a por lo que al parecer necesitábamos sin falta. 

Compramos un marco, una alfombrilla para no resbalar en la bañera -nunca nos ha pasado-, un par de perchas de esas que se cuelgan detrás de las puertas, unas cajitas de madera no sé muy bien para qué, un mantel de hule, una escobilla y la tapa del váter. Según A., que me hizo la cuenta al salir, nos habíamos ahorrado una barbaridad. Para que A. se sintiese bien,  puse la misma cara de contento que llevaba la gente en ese almacén de la alegría.

El aparcamiento seguía siendo una romería. Ya en el coche, a lo que parece me metí por donde no debía. Provocamos un regular lío circulatorio. Cuando al fin conseguimos salir del embrollo, tuvimos que dar toda la vuelta al aparcamiento para salir por el lugar habilitado y correcto. Tardaríamos, con todas esas maniobras, más de media hora.

Ya en casa, no tuvimos problemas al instalar la escobilla, las perchas o el mantel. Sin embargo, la tapa del váter resultó imposible. Ni era del tamaño ni de la forma de nuestro sanitario, y los tornillos no encajaban de ningún modo. Se ve que el mundo de los váteres es amplio y muy complejo. Ahí la tenemos, la tapa, perparada para devolverla. Pero eso, A. lo sabe bien, lo va hacer ella sola.




1 comentario:

  1. Sencillamente real y desternillante. Por cierto, yo no me explico aún cómo pudo pasársele a R. esa ocasión del 15%. Un fuerte abrazo. C.

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