miércoles, 30 de septiembre de 2015

Cuaderno de Palacio (III)

Paseo por Llanes, hasta el faro. El faro de Llanes es un faro muy pequeño. Casi pasa desapercibido. Las calles que llevan hasta él, encima del puerto, son solitarias y tranquilas. Sin turistas. A su lado, hay dos o tres casonas grandes y silenciosas, con cerrados jardines que cuelgan sobre la playa de Puerto Chico. Al otro lado, se ven el espigón y los Cubos de la Memoria, que coloreó Ibarrola pero que bien pudieran haberlo hecho igual de bien -o incluso mejor- los escolares del pueblo. En el puerto apenas hay amarrados media docena de barcos de pesca. Están arrinconados por los pantalanes donde se balancean, muy ordenados, decenas de lanchas deportivas y pequeños barcos de recreo. Se parecen mucho unos a otros. Todos del mismo color blanco sucio, con las mismas banderitas y con nombres muy semejantes, casi todos ridículos y cursis. Barcos de vela solo contamos tres. No lo sé, pero supongo que todo esto significa que en Llanes ya no quedan marineros.

Hoy madrugamos para ir a la playa. Pasado Niembro, nos encontramos con un caballo suicida. Estaba al borde de un murete, en un prado que se levanta dos o tres metros sobre la carretera. Postura y actitud reveleban una tristeza completa e inconsolable. Resultaba evidente que estaba esperando el mejor momento para tirarse de cabeza contra el asfalto y que lo atropellasen.

Luego, ya en la playa, escuchamos la siguiente conversación:

-A mí me ha asegurado un capitán de la Guardia Civil que el nudismo ya se puede practicar en cualquier playa, que no te pueden decir nada... -explicaba un hombre maduro.

-Pues vaya desastre... Ya se permite cualquier cosa. Porque mira que hay cuerpos feos y gordos. Tan  gordos que hasta resulta desagradable mirarlos... -replicó una mujer vieja, embutida en una bata fresca y floreada, con los brazos y la voz llenos de arrugas y pliegues oscuros.

-No debería usted decir eso, y menos delante de los chiquillos... -intervino una mujer madura-. Así  empiezan las anorexias...

-Pues yo, en esto estoy con mi madre -le contestó el hombre maduro.

(Aquí, naturalmente, agucé el oído, pues la cosa había entrado, con esa última intervención, en delicadísimo terreno).

-Pues os equivocáis. A ver si ahora no va a tener la gente derecho a hacer lo que quiera...-se defendió la mujer madura.

Y ahí, desafortunadamente, se acabó la conversación. Dejaron de hablar. La mujer vieja se dejó caer en una hamaca, cabeceando pesarosa; el hombre maduro abrió con esfuerzo una sombrilla, para que a su madre le diera la sombra; y la mujer madura, dándoles la espalda, comenzó a llamar a los chiquillos, que ya habían levantado el vuelo hacia la orilla del mar, para que volviesen a echarse la crema protectora.

A la vuelta, el caballo suicida continuaba en el mismo lugar. La mirada fija en el asfalto, componía la viva imagen de la desolación.

A la tarde se levantó un viento antipático y se presentaron unas nubes oscuras y frías, que se quedaron ya todo lo que restaba del día.

Al anochecer, llegó la lluvia.

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