domingo, 6 de septiembre de 2015

La tormenta

Empecemos por el final, como en las novelas modernas o algunos noir...

El domingo pasado, dos días antes del final de nuestras vacaciones, me fui a Úbeda, a recoger a A., a su hermana, mi cuñada, y a F., mi suegra. El lunes anterior, esta se había caído, sin saber cómo ni por qué, durante su paseo matinal alrededor del Parque Norte. Dos fracturas en la rama derecha de la pelvis. Reposo absoluto. Quince días, declaró el médico que la atendió. Un mes o dos, dijeron los vecinos y las visitas. El martes, A. se subió a un Alsa que tarda más de cuatro horas en llegar a su pueblo. Allí se pasaron el resto de la semana, su hermana y ella, atendiendo a su madre. Y el domingo pasado las fui a buscar, a las tres, para atenderla aquí, con la ayuda de E.

Me la encontré en una silla de ruedas. Me recordó inmediatamente a Ironside. Por romper el hielo, le propuse que podríamos atar esa silla a la parte trasera del coche, como un remolque, y llevarla así hasta Albacete. Iría muy fresquita. No me hizo caso.

Sus hijas estaban un poco tensas. No sabían si podríamos meter la silla de ruedas en el maletero -les recordé mi propuesta, pero tampoco la tuvieron en cuenta-; no sabían si el viaje sería doloroso para su madre, si soportaría sin dolor los muchos baches y el pésimo asfalto que hay hasta Puente Génave... Con cierto esfuerzo, a las cinco de la tarde habíamos metido la silla de rueda y tres maletas, grandes como sarcófagos, en el maletero, y a F. en el asiento derecho, a la vera del conductor. Partimos.

No llevábamos ni diez minutos de viaje cuando, al llegar a Torreperogil ("¡Torreperogil! / ¡Quién fuera una una torre, torre del campo / del Guadalquivir!" ), nos encontramos una estampa de esas que sacan a veces en los telediarios, en el tiempo o en la sección de sucesos: ramas tronchadas sobre la carretera, contenedores rodando por el suelo y, al lado de la gasolinera, un torrente de aguas oscuras que cruzaban la carretera y bajaban, enconadas y violentas, hacia el fondo del pueblo.  ("Sol en los montes de Baza. / Mágina y su nube negra. / En el Aznaitín afila / su cuchillo la tormenta.").

Pasamos con mucho cuidado entre las ramas, las piedras y el agua oscura, y avanzamos despacio, alertas e inciertos. Al salir del pueblo alcanzamos la tormenta, que iba unos pasos por delante de nosotros. Si algún día nos tocase contemplar el fin del mundo, me imagino que será algo muy parecido. Más que circular sobre el asfalto, navegábamos sobre las aguas, mientras unas nubes grandes como catedrales descendían hacia nosotros como si quisiesen abrazar el mundo y ahogarlo. Los rayos escribían su rúbrica violeta muy cerca de la carretera y los truenos rugían salvajes y roncos. Pensamos en detenernos en el arcén, pero no estábamos seguros de si eso sería mejor. Otros coches circulaban delante y detrás del nuestro. Y también nos cruzamos con algunos que se dirigían al sur... "Si vienen coches del levante, es que la carretera todavía está practicable. A lo mejor salimos de esta", pensé. De modo que continuamos, la vista fija en la carretera anegada que teníamos frente a nosotros. Muy lentamente. Al rato, y sin que nos hubiese llevado hacia el fondo del valle ningún turbión asesino, la tormenta cesó.

Volvió a llover con ansia al pasar Alcaraz, pero ya no nos impresionó en absoluto. Al día siguiente, en el telediario sacaron imágenes de Torreperojil. Así pusimos fin a unas vacaciones que habíamos comenzado, soleadas y felices, en la bella ciudad de Cádiz.


1 comentario:

  1. Compañero, cómo se agradece leerte de nuevo. Y más en tarde de cabalgata y amenaza de ciclogénesis, que ambas me son bastante ajenas. Me he divertido mucho aunque relates las peripecias de tu pobre suegra, y me ha encantado la primera entrada, que no había leido.

    ResponderEliminar