viernes, 11 de septiembre de 2015

Cádiz

Vivimos en Albacete pero soñamos con vivir en Gijón. Si viviésemos en Gijón soñaríamos con vivir en Cádiz. Y si viviésemos allí, vete tú saber dónde soñaríamos vivir... Seguramente Venecia. Unos soñadores somos. O unos caprichosos, descontentos, antojadizos, veleidosos, mudables, tornadizos...

Bueno, el caso es que comenzamos el verano  huyendo de Albacete, y fuimos a dar a Cádiz. Con P. en la Gran Bretaña, nos fuimos solos A. y quien esto escribe. La idea era darnos una vuelta por la provincia. Visitar los pueblos blancos: Arcos, Grazalema...; y la costa: Zahara, Tarifa, Bolonia... En la juventud los conocimos, y queríamos visitarlos de nuevo. Pero no.

Quedamos muy gustosamente encallados en la capital, embrujados por el calor húmedo, por la arena de la playa de Santa María, por la voz ronca del Atlántico, por la belleza de esa ciudad en la que imaginamos que podríamos vivir muy felices...

Hicimos, todos los días que estuvimos allí, prácticamente lo mismo. Desayunamos en el mismo pequeño café, en el que nos dedicamos a escuchar las conversaciones de los vecinos de mesa, no por indiscretos, sino por admiración. Por saborear con los oídos esa lengua suya tan distinta y maravillosa. Mientras nos tomábamos las tostadas, en lugar de pegar la hebra entre nosotros, pegábamos la oreja a ver qué decían los que desayunaban a nuestro lado.

-Ayer me hise un sumo de naranja y kigüi-le explicaba una señora a sus amigas, recién salidas todas de la peluquería-, me dio un retortijón y me vasié...

-Shile contra Argentina -comentaba un señor a su amigo mientras hojeaba el Marca-. Eso debe se como un Barsa-Madrí o un Sevilla-Betí... Se odian.

Después de lavarnos los dientes, nos íbamos a la playa. A la de Santa María.  Parecían, todos los bañistas, vecinos del barrio. Señores y señoras de bronce, de pasarse todo el año a la orilla del mar, paseando arriba y abajo con determinación y energía; niños jugando con la arena; jóvenes tatuados y con barba pelando la pava con jóvenes tatuadas pero depiladas; muchachos haciendo rondos con balones de reglamento...

A. se iba a pasear y yo seguía con mi libro -me leí dos, Viaje en descapotable por el Mediterráneo, y Maldito United, muy recomendables ambos-. Leía unas líneas y levantaba la vista para contemplar la Catedral al fondo y las casas de colores del Campo del Sur... La cúpula de la catedral, con ese aire oriental y su color de mazapán o calabaza, nos distraía mucho de la lectura. De vez en cuando, sonaba por la playa como una campanilla de leproso. Eran los aguadores. Y ya me volvía a distraer viéndoles arrastar sus neveras y escuchándoles cantar la mercancía.

Luego nos dábamos un baño y cuando comenzaba a apretarnos el hambre, nos íbamos a comer.

Por la tarde, después de una siesta,volvíamos a la playa. A esas horas el público era más familiar, grupos que instalaban en la arena media docena de sombrillas, varias sillas y tumbonas y un par de mesas de cámping donde extendían, en la primera, la comida y las bebidas: melones y sandías y el agua, el vino y la cerveza; y en la segunda, el parchís...

Rodeados de esas gentes, dejábamos que el sol se fuese descolgándo poco a poco hasta que metía los pies en el agua. Entonces, recogíamos nuestras toallas y abandonábamos la arena. Nos duchábamos, nos poníamos guapos -en la medida de nuestras posibilidades, claro es- y nos íbamos de nuevo por ahí, a cenar. Unas noches tomábamos hacia la Playa de la Victoria, que es una zona muy semejante a tantísimas de la costa del Levante, pero donde descubrimos un bar pequeño y apartado con unas tapas deliciosas - Bar Sur, calle Fernández Ballesteros, 5-;  otras, las más de las veces, bajábamos por la Cuesta de las Calesas, a la sombra de la Fábrica de Tabaco, y nos perdíamos por las callejuelas de una ciudad como no hay otra en el mundo. A veces hasta la Paza Minas, otras a la de la Candelaria o, por el Arco de la Rosa, hasta la de la Catedral... Sin rumbo cierto, lo único cierto era que íbamos a encontrar decenas de maravillas:  el Campo del Sur, La Caleta, la Alameda Apodaca, el Baluarte de la Candelaria, el Parque Genovés, Plaza del Mentidero, Veedor, Plaza de San Antonio... Y podríamos seguir...

Cádiz se parece un poco a Venecia... Calles estrechas que se abren de pronto a una plaza inesperada (como lo hacen los campi venecianos) y prodigiosa, más o menos grande, más o menos pequeña, pero donde es imposible no detenerse un momento y soñar con vivir en ella. Por ejemplo, en uno de esos balcones donde las cortinas bailan cada noche un silencioso, lento vals con la brisa nocturna... A nosotros en este viaje nos sedujo sobre todo la de Mina, con su librería y sus cafés, con sus altos árboles de sombra. Además, una noche, después de tomarnos un helado sentados en un banco de esta plaza, entramos en un bazar chino a por unas botellas de agua... Nos encontramos a toda la famila china muerta de risa, que estaban viendo en el ordenador un programa chino. ¡Cómo se reían todos! Me señalaron dónde estaban las bebidas partidos de risa y partidos de risa me cobraron y me metieron las botellas en una bolsa de plástico. A mí me gustaría ser vecino y cliente de unos chinos tan risueños.

Unos días antes de abandonar la ciudad, amenció esta envuelta en una niebla densa y misteriosa. Aunque apenas se distinguía nada, ni la cúpula calabaza de la catedral ni las casas de colores del Campo del Sur, estaba el paisaje precioso. Un paisaje de invierno. Nos lo tomamos como un regalo y continuamos nuestras costumbres de rentistas ociosos. Bajamos a la playa. Justo en el lugar donde colocamos cuidadosamente las toallas, descubrimos una pequeña pierna azul que sobresalía de la arena. Lo reconocimos al instante. Tiramos de la pierna y apareció una figurilla del Buddy de Toy Story. Solo le faltaba el sombrero. Estuve revolviendo entre la arena por ver si lo encontraba. No hubo suerte. Lo metimos muy amorosamente en la mochila. Sería un regalo para P. Luego paseamos arriba y abajo. Los lisiados de bronce que se apoyaban en el espigón comentaban el tiempo. Poco a poco, la niebla comenzó a levantarse, muy lentamente, como hacen los magos con sus pañuelos. Empezó a vislumbrarse la catedral, su cúpula de mazapán y sus dos torres, las casas de colores del Campo del Sur y la Torre Tavira... Cuando al fin todo estuvo despejado, toda la playa rompió a aplaudir.








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