viernes, 12 de febrero de 2016

Artesanos

Estas navidades, el invierno que nadie sabía dónde estaba apareció de repente en Úbeda. Hubo lluvia, y días despacibles, nieblas y frío. No será un invierno del que se guarde memoria, pero al menos se le podrá lllamar por su nombre. Por esa razón, nos dimos al paseo, para disfrutar lo que se nos había negado en Asturias. Íbamos a por el pan a primera hora, envueltos en una niebla espesa, y marchábamos por las calles desaparecidas y mudas del mejor de los humores. Acompañamos a JA, una mañana lluviosa, a hacer unos trámites a la Seguridad Social, y aunque nos marearon de un lugar a otro, y se nos metió el agua en los zapatos, y el viento hizo enloquecer nuestros paraguas, poniéndoles las varillas patas arriba y amenazando con arrebatárnoslos de las manos para llevárselos al manicomio de los paraguas, no nos importó. Contra nuestra costumbre, nos postulábamos a ir a cualquier mandado, solo por el gusto de andar por las calles y sentir la llovizna y el frío, y perdernos en la niebla misteriosa. 

Visitamos así toda clase de tiendas y comercios, y hasta los talleres de dos artesanos del pueblo. Uno  de esparto y uno de cerámica.

Al de esparto fuimos dos veces. El muchacho que lo lleva resultó encantador y además gran amigo del tío de A., con lo que nos trató con todas las cortesías imaginables. Se notaba que le gustaba hablar. A lo mejor porque, imaginamos nosotros, estos oficios deben de ser en general muy silenciosos y solitarios. Nos enseñó el taller, que era espartano -y no es un chiste-, limpio, amplio. Tenía en el medio una gran mesa, que es donde labora, y alrededor, en estanterías y colgados de las paredes y de las vigas, multitud de ejemplos de su trabajo. Algunas de esas piezas, nos contó, tenían ya más de cien años. Capazos, serones, barjas, aguaderas, esportones, espuertas y esportillos, esteras y esterillas, cinchos y seros... Nombres preciosos, como si fuesen los de estrofas medievales. Nos explicó cómo se trabajaba la pleita, para hacer cuerdas y sogas. Que en ocasiones, el esparto hay que humedercerlo, y que tienen que hacerlo fuera del pueblo, en alguna alberca en mitad del campo, porque el olor que emana al meterlo en el agua resulta insoportable ... A mí lo que más me gustó fueron unas figuras de Don Quijore y Sancho, muy grandes, que sacaron hace ya varios años en una cabalgata, y que ahora vigilan el taller desde una esquina... Habíamos ido hasta allí para comprar una cabeza de burro. Nos enseñó tres tamaños. Daban ganas de llevarse la tres, tan bonitas eran. Compramos una, la de mediano tamaño. Al día siguiente volvimos, a por otra cabeza de burro, esta  vez la más grande. De nuevo nos enredamos, como se trenza la guita, en una grata conversación. Estuvimos allí un buen rato. Al cabo, entramos en el terreno de las confidencias. Nos contó el artesano su vida a grandes rasgos... Nos dejó pensativos y admirados. Uno se lo había imaginado allí, en aquel taller, toda su vida. Pero no. Apenas hace uno pocos años que ha vuelto a Úbeda. Se ha pasado la vida por ahí.  Primero se alistó en el ejército, y cuando se cansó de la vida de cuartel, se marchó a Sudáfrica, donde trabajó varios años escoltando las caravanas de diamantes y piedras preciosas. Más tarde decidió voler a España, pero al País Vasco, en los peores años del terrorismo. Entonces trabajó como guardaespaldas de políticos amenazados. Nos contó algunas cosas de aquellos días. Es un hombre muy afable, más bien menudo, que habla con gran suavidad. Nosotros lo escuchábamos intentando no abrir mucho la boca, para que no se nos notase la sorpresa. En los valles vascos tuvo a sus dos hijos. Y luego ya volvió al pueblo, como hijo pródigo, a retomar el taller de su padre y sus abuelos, que ahora lleva con un hermano. Nos acordamos de esa frase de Galdós que le pone como pórtico Trapiello a los tomos de su diario: "Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela". Desde luego que sí...

Un par de días después, pasamos por el taller de cerámica de T., uno que hay al lado del ayuntamiento. Nos encontramos solos al padre y al hijo, sentados en un rincón, en lo que parecía amena conversación... No había nadie más. En realidad, es taller y tienda, con un mostrador y piezas por todas partes. Ocupa el patio de una vieja casa, con sus pequeñas columnas y una fuente. Es un lugar precioso, como una pequeña medina. Ya era de noche, y la luz ambarina de las bombillas les sacaba a las cerámicas unos brillos muy poéticos, al mismo tiempo lujosos y humildes. También pegamos la hebra allí, porque somos como los trabajadores manuales, un poco silenciosos, un poco solitarios, y cuando se nos presenta la ocasión de hablar con la gente no la dejamos escapar. El padre, que luce unas melenas largas y blanquísimas, como una patriarca flamenco, resultó amabilísimo.  Las cosas que hacen allí son bellísimas: fuentes, vasijas, candelabros y candiles, cántaros, lebrillos, damajuanas, tinas y tinajas, parideras... Igual de bonitos estos nombres que los del esparto, habrían servido también para ponerlos a las estrofas medievales: coplas, lebrillos, tercetos y tercerillas, serventesios, damajuanas... Algunas de las piezas de este taller las han sacado en películas y series de época y a mí me parece una lástima que no las sigamos usando: poder decir cualquier día, a la hora del almuerzo,"acércame el lebrillo", o, al concluirlo, "receba la damajuana"... El hijo, un muchacho encantador y muy activo, está también tarabajando piezas modernas. Tradición y vanguardia... La charla fue gratísima. Hablamos también de SY, al que conocen de lejos. Luego, cuando al fin salimos, no se veía un alma por la calle. Nos sugestionamos un poco, y al pasar al lado de los palacios, nos hicimos la ilusión de que estarían escanciando dentro el vino de las damajuanas, y en las casas más humildes, acercándose el lebrillo unos a otros, para lavarse las manos...




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