martes, 9 de febrero de 2016

Pequeña guía (caprichosa y sentimental) de Oviedo

En lugar de venir a contar aquí nuestro viaje a Oviedo de estas navidades, hemos preferido elaborar esta breve guía de los lugares por los que hemos andado. Algunos son, para nosotros, verdaderos clásicos, sitios que visitamos una y otra vez, los de siempre; otros, en cambio, son una absoluta y curiosa novedad. Y al final, uno que no recomendamos visitar bajo ningún concepto, por las razones que se verán. Aquí los dejamos.

Le Chigre. Bar-restaurante agradabilísimo. El nombre es una inspirada fusión franco-asturiana. La comida, sencilla, original y deliciosa. Cuando hace buen tiempo ponen una pequeña terraza en la calle, frente a El Campillín. Se encuentra al lado de la librería de viejo de V. Cuando jóvenes la visitábamos mucho, por comprar libros baratos. El hijo del dueño, alevín por aquellos tiempos, era un niño repipi que coleccionaba primeras ediciones de los poetas del novecientos. Como las navidades, en Asturias, han resultado tropicales, la terraza de Le Chigre era un lugar más que razonable para estar en el mundo.

Brighton. Pequeño restaurante. Lo estrecho del local se compensa sobradamente con las sonrisas de los dos muchachos que lo regentan, amplísimas, anchas y abiertas. Uno de ellos es cubano y acaba de doctorarse como biólogo. La comida igualmente alegre, sencilla y razonable. Suelen tener puesta una música inefable que convoca viejos recuerdos y anima las conversaciones: Raffaella Carrá, Mari Trini, Camilo Sexto... Cosas así.

Café Paraíso. En la calle del mismo nombre, que es solitaria, estrecha y amurallada. Lo regenta un muchacho encantador que prepara los cafés con el esmero de una artesano ebanista. Hay sofás y sillones, y unas largas estanterías con libros y revistas. Grandes aficionados a la bici y al ciclismo, en esta ocasión celebraban a Louison Bobet con un dibujo suyo en una pizarra. La clientela es joven y moderna. Charlan en voz baja de sus cosas, cosas, me imagino, de jóvenes y de modernos. Si se va temprano, cuando acaban de abrir, se puede dormir la siesta tranquilamente en uno de esos sofás.

Santianes. Pueblo a pocos kilómetros de la capital. Allí está la casa de A. y de N. Tiene un jardín con una vieja panera. Debajo de ella hemos comido, merendado o cenado decenas de veces. A. y N. son dos amigos generosos y benéficos al lado de los cuales tenemos la certeza de que no puede sucedernos nada malo. Antes de que la arreglasen para vivir en ella, fue el lugar donde pasamos varias gloriosas fiestas de nochevieja y otras celebraciones igualmente gozosas y felices.

Amieves. Muy cerca de Santianes, en dirección a Tudela de Veguín que, como todo el mundo sabe, es patria chica del gran Tino Casal. En Amieves hay un bar que debería esatr inmortalizado, para la posteridad, en una novela, un poema, una película... Comimos con A. y N., que son los que nos llevaron hasta allí. El comedor deberían guardarlo tal cual, sin tocar nada, para un futuro museo que muestre cómo era un chigre. Para el museo que tendrán que abrir cuando ya todo el mundo se tenga que marchar de Asturias y lo conviertan todo en un gran parque temático.... Al camarero lo habían sacado de alguna obra de teatro del absurdo. Le tuvimos que recitar la comanda cuatro o cinco veces. A pesar de haberlo apuntado cada vez en un libretilla, al cabo regresaba para asegurarse de qué y cuántos platos le habíamos encargado. Nosotros se lo volvíamos a recitar del mejor humor. Fue como asistir a un entremés de Ionesco o Arrabal. Aunque es esa una escuela literaria que a nosotros ni fu ni fa, en Amieves nos gustó mucho todo: la escenografía, el guión, la interpretación... Hasta la comida estaba buena. Y aunque no lo hubiese estado, al lado de A. y N., qué más nos habría dado...

El salón de la casa de C. y de H. C. y H. son otros buenos amigos, igualmente generosos y benéficos. Hasta hace muy poco vivían en una casa con una terraza que daba al Aramo y a las pistas deportivas del CAU. Eran unas vistas muy bonitas. Ahora se han mudado. Ya no tienen terraza, pero las vistas desde el ventanal de su salón son igualmente magníficas. El Parque de Invierno a sus pies, La Manjoya enfrente, y a la mano diestra, el cordal calizo del Aramo... Ahora andan metidos en una editorial, Malasangre. Nos enseñaron los libros que tenían en capilla, entre ellos una edición de la Constitución española surrealista y graciosísima. Nos regalaron un ejemplar del que le han sacado a F. De casa de C. y de H. - ya queda dicho lo generosos y benéficos que son- siempre nos marchamos con algo: las vistas desde su salón, un libro, una conversación, unas risas... Son regalos impagables.

Teatro Campoamor. Para nosotros, nada que ver con las pomposidades de la entrega de los premios principescos o de las sesiones de ópera. Teatro, cine, conciertos de música popular... Un concierto memorable de Les Luthiers, una proyección de El hombre tranquilo que no olvidaremos jamás, algunos conciertos de jazz... Para nosotros el Campoamor fue, en la juventud, como el patio del recreo de la infancia.

La Lata de Cinz. Chigre cultural. Nos acostumbran a llevar C. y H. Dan de comer y los jueves -creo- ponen tapas veganas. El lugar es sombrío y, sin embargo, está uno allí muy agusto. La clientela es joven, moderna, alternativa. Organizan conciertos, performances, presentaciones. Allí tiene su sede  Malasangre.

La Junta General del Principado. Es un edificio pomposo delante del que habremos pasado cientos de veces, pero al que nunca habíamos entrado. Nos lo enseñó mi prima A., a la que han fichado, como asesora legal, los de Podemos. Mi prima A. es una mujer encantadora, dulce, de hablar fluido, que se explica como un libro abierto. Mi prima A. es una mujer inteligente, tenaz, trabajadora. Probablemente, si hiciésemos el ranquin, la más lista de la familia. Nos enseñó el edificio la única tarde lluviosa que tuvimos. El pequeño hemiciclo, de maderas oscuras, separado del lugar reservado para los vistantes por una gruesa manpara de crsital, la sala de prensa, los despachos del grupo parlamentario que la ha contratado. En el ascensor nos presentó a una de las diputadas para la que trabaja, una mujer igualmente encantadora. Nos acompañó esta un rato. Entramos en la antigua sala de juntas, pero como la tarde estaba sombría y  muy fosca, y no encontramos los interruptores de la luz, apenas distinguimos nada. Luego nos fuimos a merendar.

Las pastelerías. En Oviedo hay pastelerías de mucho postín. Rialto es la más conocida. Suele estar llena de viajeros y estables. Los viajeros son de todas clases, heterogéneos; los estables, en cambio, son casi todas mujeres muy mayores, algo apolilladas, que arrastran unos abrigos de piel enormes y lucen peinados graníticos. Hace muchso años, ya merendaban en esta pastelería mi abuela y mi madre, las tardes que se acercaban a la capital. El salón donde sirven las meriendas conserva un enternecedor aire cursi. Si no se encuentra una mesa libre, al menos es obligatorio probar las moscovitas, unas monedas de chocolate que cobran, eso sí, como si fuesen de oro.

Después de la vista a la Junta, nos llevó mi prima a otra pastelería memorable, Balbona, donde tratan a todo el mundo de un modo igualitario y justo: como si todos fuésemos reyes, príncipes o grandes de España. Lo hacen con cortesías exquistas, pero con una gran naturalidad. Como está al lado mismo de la Junta, en su día hubo quien malició que, abierta primero en Gijón, había acercado sus delicias hasta la capital para atender a un presidente goloso. Los pasteles, dulces y peteretes que ofrecen no desmerecen el trato. Pasamos allí, escuchando a mi prima, casi un par de horas. Gratísimas, a la altura también de las cortesanías de los empleados y la repostería.

Las librerías. Hay muchas, de viejo y de nuevo. De viejo, la que más nos gusta es una que hay en un pasaje entre la calle Jovellanos y Las Salesas. A la de Valdés ya no entramos nunca, porque estamos en Le Chigre. Por eso no sabemos qué habrá sido de aquel niño repelente. Tendremos que entrar un día, por chafardearlo. De nuevo, ahora preferimos Cervantes, tan luminosa, pero durante mucho tiempo nos pasábamos las horas muertas en Ojanguren, más pequeña, con ese aire de pequeño gabinete de estudios que le dan las balaustradas de madera, el diminuto altillo donde guardan la poesía. Andan por casa decenas de libros con su logotipo en la página de cortesía.

La Corredoria. Es el barrio donde vive mi hermano. Nosotros lo conocimos cuando era un pueblo de casas bajas al borde de una carretera, con patios traseros y huertas, prados y corrales. Una vez jugamos un partido de fútbol allí, en uno de esos prados, ancho, verde y hermoso. Hoy es un barrio nuevo de grandes bloques de edificios, con escuelas, instituto de enseñanza media, estación de ferrocarril, piscina, dispensario, supermercados y un gran centro comercial. A veces vamos una mañana, a dar una vuelta con los sobrinos, que son muy alegres, activos y curiosos, y se van parando en cada esquina, como perrillos, porque se les ha ocurrido una idea nueva. Tienen muchas. La mayoría peligrosas. Entre los nuevos bloques de pisos aún resisten algunas viejas casas, con sus huertos y corrales, con su pequeño prado detrás. Se ven allí árboles frutales y gallinas y patos y conejos y perros. Sobre todo muchos perros. Los sobrinos se suben sobre los muretes y hablan con todos ellos: con los frutales, con las gallinas, con los patos, con los conejos, con los perros; sobre todo con los perros, en su mismo idioma. Son mañanas muy alegres.

Y para finalizar, ese lugar al que no deben entrar jamás: el aparcamiento subterráneo debajo de la Plaza de la Escandalera. El día antes de marcharnos rompimos allí la luna trasera del coche. Al parecer, nos contaron más tarde en el taller, sacan cada día dos o tres coches de allí con esa luna hecha añicos. Las plazas son muy estrechas y de la mayoría cuelga en la pared una tubo metálico, una conducción de aire, que no se puede ver desde el retrovisor del coche y que al entrar en contacto con su cristal trasero lo quiebra sin remisión. Menos mal que habíamos quedado a comer con A. y N. y todo se pudo solucionar con la mayor celeridad. El arreglo de una rotura así no tiene ninguna complicación. Lo que nos dijeron que era difícil era encontrar el cristal adecuado. Hay que demandarlo a Madrid o a Barcelona, y no suelen tener muchos recambios. Si allí ya no les queda ninguno, hay que pedirlo a la fábrica de Bélgica, y tardan cinco o seis días en mandarlo. El operario del taller nos contó todo esto para que no nos hiciésemos ilusiones, pues el día anterior ya habían tenido que pedir un cristal igual, para otro infeliz que había pretendido aparcar en ese estacionamiento. Pero estaba N. conmigo y cuando el operario llamó para saber si les quedaba alguna luna como la que necesitábamos, le dijeron que sí, que les quedaba una. Al día siguiente, nos dijo el operario, lo tendríamos solucionado sin falta. Mientras volvíamos a comer donde nos estaba esperando la familia, yo le decía a N. que si no hubiese estado él allí, seguro que no habrían tenido la luna aquella y tendríamos que habernos quedado cinco o seis días más... Y N. se reía con esa risa buena, ancha y abierta que lo dice todo de él.


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