viernes, 11 de marzo de 2016

Frustración

Hace un par de fines de semana estuvimos todo el tiempo esperando la nieve. No hicimos otra cosa.

Avisaron de su llegada segura en las televisiones y en las radios. Primero hablaron del viernes a la noche. Después retrasaron su visita al sábado, y algo más tarde dijeron que sería en la madrugada del domingo. Mirábamos a menudo por la ventana, con la esperanza de descubrir en el aire el primer copo. Pero nada...

A la nieve, que es uno de los prodigios de este mundo, la espera uno con una ilusión infantil. Cuando nieva, es inevitable volverse un poco niño. Delante de la nieve, se siente uno mejor persona, más buena, más benéfica. Le crece a uno la fantasía de que son sus sentimientos tan blancos y puros como esos ampos. 

Lo primero que hicimos el sábado y el domingo al levantarnos fue correr a levantar las persianas, con el deseo de encontrar nuestra calle cubierta de una sábana blanca, y la ciudad silenciosa y más hermosa que nunca. Pero nada. Nuestra calle y la ciudad eran las misma de siempre, del mismo color gris de todos los días. 

Hace ya mucho tiempo que no la vemos. El año pasado se nos presentó una noche en Logroño, en la calle del Laurel, solo un ratito, como visita de médico, y al día siguiente en La Guardia, en la proviencia de Álava, también un breve tiempo, en la plaza del Ayuntamiento, mientras esperábamos ver salir las figuras que adornan el reloj de ese edificio. Comenzó a caer la nieve entonces y nos acordamos de Samaniego, que nació allí y muchas veces habría visto nevar en esas calles. Tal vez nevaba cuando tuvo que dejar el pueblo a toda prisa porque además de fábulas le gustaba escribir a veces otras cosas más desvergonzadas, o decir alguna chanza sobre la Inquisición, y esta le registró alguna vez su casa, puede que en un día como aquel, de frío y nieve. La nieve, como se ve, también le hace a uno divagar. La nieve es algo muy antiguo, fantástico y memorioso.

Finalmente, a pesar de las predicciones, la nieve no se presentó. Cuando nos dimos cuenta de que no se iba a acercar a acompañarnos ni siquiera un momento, de que ni como  vista de médico la íbamos a ver, en esas horas de venenosa melancolía que cuentan las tardes de los domingos, nos entró una gran tristeza. Y así andamos estos días, de tristeza en tristeza, ni más buenos, ni más benéficos que cualquier otro, sin ilusión y sin nieve, todavía con restos de barro en los zapatos.

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