miércoles, 2 de marzo de 2016

Febrero

Desde hace ya muchos años, miramos con verdadera aprensión la llegada del mes de febrero. Hace ya muchos, se convirtió ese mes en el de las malas noticias. Lo temíamos como a un nublado. Durante tres o cuatro, no pasó uno solo sin que quedase marcado con la muerte de alguien querido. Temíamos la llegada de ese mes como  los viejos marineros al Cabo de Hornos, y cada año lo único que esperábamos era poder doblarlo sin más víctimas ni naufragios.

Contábamos ahora tres o cuatro temporadas sin disgustos graves al cruzar febrero. Hasta este año de 2016.

El lunes de la semana pasada, al levantarnos, encontramos un mensaje en el móvil. De mi hermano. Nos avisaba de la muerte de nuestro tío J., y nos preguntaba a qué hora podría llamar a papá y a mamá, la hermana de aquel, para decírselo.

En mitad de los preparativos cotidianos para irnos al trabajo esa noticia nos anonadó. Mientras preparábamos los desayunos, hacíamos las camas o metíamos nuestros libros y agendas en las carteras, no dejábamos de pensar en nuestro tío. Imaginar que ya no lo volveríamos a ver nos parecía algo muy raro. La muerte, en general, como concepto, la podemos comprender. La gente nace, crece, viaja, tiene hijos y aficiones, amigos y enemigos, envejece y, finalmente, muere. La gente. Vale. En cambio, la de alguien cercano y querido, esa clase de muerte, esa nos parece un truco siniestro. Un género de ficción. El más triste. El más desolador. Y te deja un sabor muy amargo y seco en la garganta.

Al salir con la bici de casa ese lunes, camino del trabajo, encontré la calle rarísima. Los coches se veían cubiertos de barro, igual que las aceras, los bancos del paseo, las farolas... Al parecer, me contaron luego, durante la madrugada había caído sobre la ciudad una tormenta de agua y fango, más de esto último que de lo primero, un barro hecho con las arenas del Sahara que habían llegado hasta aquí en una nube.

Íbamos sobre ese barro africano y no dejábamos de pensar en mi tío. Aunque pasó gran parte de su vida en Gijón, le gustaba mucho más Oviedo, la ciudad de su juventud, y era un fiel seguidor de su equipo de fútbol. Cuando joven, cuando aún vivía la familia en Ablaña, se subía al tren cada domingo de partido, para ir al viejo Tartiere. Y según mi madre, más de un domingo hubo en el que se bajó del tren de vuelta a casa llorando la derrota de su equipo.

A pesar de ello, recuerdo que de niños nos llevó una vez a mi hermano y a mí a El Molinón. Nosotros éramos del Sporting -aún seguimos ahí-, y aunque de vez en cuando nos lo afeaba, aquel día nos acompañó al estadio del gran rival. Una cosa así, que un hincha del Oviedo entre en El Molinón, no por ver a su equipo en un derbi sino para llevar a unos sobrinos, eso no lo hace cualquiera. Recuerdo perfectamente aquel partido, los saltos de Cundi, la presencia imponente de un portero argentino, D´Alesandro, completamente vestido de negro, los remates prodigiosos de Quini, la presencia discreta del hermano de este, Jesús Castro, y a mí tío, siempre moreno y sonriente, siempre sociable, pegando la hebra con los aficionados que nos rodeaban y que eran, para él, la afición contraria.

Luego di mis clases del lunes y a última hora me fui a la piscina. No sé ni cuántos largos hice, si más o menos que cada lunes, porque seguía pensando en mi tío. Cuando empecé a salir con A., poco antes de casarnos, nos invitaron mi tío J. y mi tía M. a comer. Seguramente, si por mí tío hubiese sido, lo  habríamos hecho en Oviedo, pero fue en Gijón, al borde del mar. Porque creo yo que ya la tenía seducida, que si no, aquel encuentro la habría terminado de convencer de lo buen partido que era uno, con unos tíos así.

Cuando nos veíamos durante las vacaciones, mi tío casi siempre nos preguntaba las mismas cosas. Después de saber si estábamos bien, nos interrogaba sobre la vida en Albacete, de qué vivía la gente allí, de qué trabajos o industrias, y si se comía bien.

Al día siguiente, a la misma hora en que lo incineraron en Gijón, iba yo por Albacete, en la bici, camino del trabajo, sobre una ciudad cubierta de barro que me parecía, esa mañana, muy triste.

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