sábado, 19 de marzo de 2016

Aforismos como pipas

Yo no sé cómo leerá la gente los aforismos, pero yo los consumo como cuando comíamos pipas en nuestra juventud: sin parar y con ansia golosa. Tan rápido voy, que los que no entiendo -aquellos a los que no soy capaz de romperles la cáscara- los dejo de lado, y los que me parecen inolvidables los olvido al día siguiente. Por esta razón, suelo leer esta clase de libros con una libretilla en la mano. Como si recogiésemos las cáscaras de esas pipas, apunto los que no entiendo y también los que me parecen inolvidables. Luego, dejo la libretilla en un rincón junto a otras muchas libretillas donde solemos tomar notas de otros libros. 

Mucho tiempo después, cualquier día, normalmente una tarde ociosa o melancólica en la que no sabemos qué hacer, revolvemos entre esas libretas chicas, y damos por azar con esas anotaciones antiguas. Nos consuela encontrarnos con esas frases, vestidas con una caligrafía apresurada, destartalada y pobre. Releemos entonces esos aforismos. De los que no entendimos en su día, algunos seguimos sin entenderlos, y otros, por obra y milagro del tiempo, se iluminan; y de los inolvidables, mientras unos se han marchitado y ya no nos parecen ni brillantes ni lúcidos-¿por qué los copiaríamos?, nos preguntamos-, otros, en cambio, los encontramos igual de lozanos y vigorosos que cuando los leímos por primera vez. Son un género raro los aforismos. Como esas personas solitarias y extravagantes que van hablando solas por la calle, a veces a grandes voces, a veces en suaves susurros.

Todo esto viene a cuento de que estos últimos días hemos estado leyendo unos de Charles Simic, traducidos por Jordi Doce, un muchacho de Gijón del que tengo vaga memoria de haber sido compañero suyo en la facultad y de haber compartido algún café, junto a mis amigos, en el Cundo, un bar que había a la vuelta de la esquina y donde pasamos largas y muy amenas horas. Se titula este libro El monstruo ama su laberinto, y si lo compré estas navidades en Oviedo fue por lo mucho que me gustaron, hace unos años, sus memorias, Una mosca en la sopa. Naturalmente, llevo unos cuantos apuntados en una pequeña libreta. Dejo aquí una muestra:

Atardecer oscuro de diciembre. En la iglesia los santos están despiertos viendo caer la nieve.

Me gusta escuchar una canción alegre tocada con tristeza.

La religión: convertir el misterio del ser en una figura que se parece a nuestro abuelo sentado en el orinal.

Recuerdo que mi padre decía: "Abramos otra botella de vino para que al levantarnos de la mesa podamos sentir que la tierra gira bajo nuestros pies".

El poeta ve lo que el filósofo piensa.

He aquí una ley férrea de la historia: la verdad se sabe justo en el momento en que a nadie le importa una mierda.

Es posible hacer platos extraordinariamente sabrosos con los ingredientes más sencillos. Esa es mi estética. Soy el poeta de la sartén y los pequeños dedos del pie de mi amor.

He aquí mi contribución a la política de la nostalgia: los sirvientes de los ricos (nuestros políticos y periodistas) deberían llevar uniforme de porteros. Que a los lacayos se les reconozca al instante de lejos, como en los viejos tiempos.

Disuasión ejemplar. Vamos a bombardear X para que Y y Z se den cuenta de que vamos en serio y se comporten. Según esta lógica, ¿por qué no colgamos a unos cuantos políticos y banqueros corruptos como advertencia para los demás?

Hace siglos, cuando los consejeros y los videntes del rey se equivocaban al predecir el resultado de las campañas militares, eran torturados y luego ejecutados públicamente. En la actualidad, siguen recibiendo el nombre de "expertos" y salen en la televisión.  

El nacionalismo es amar el olor de nuestra mierda colectiva.

Ser una excepción a la regla es mi sola ambición.







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