lunes, 4 de abril de 2016

Obsesión penitente

Este año viajamos a Asturias con la ilusión de no ver ni una sola procesión. A mí, las Semanas Santas de la infancia me dejaron un sabor tan amargo -aquellas días tristísimos y aburridos, como si el mundo se hubiese realmente muerto; aquellas películas religiosas, inacabables, tan tristes y aburridas y grises como los días...- que ahora, en la medida de lo posible, prefiero ignorarlas. A pesar de esos recuerdos infantiles, mi tierra no es un mal lugar para hacerlo. Apenas hay procesiones. Puedes tropezarte con algunas en los pueblos de la costa, pero son austeras, breves, con pequeñas imágenes muy modestas. Sin penitentes. En la capital, en cambio, desde que volvió al gobierno municipal el PP, se sacan algunas de inspiración sevillana, con nazarenos. Las gentes no les hacen mucho caso pero les da igual, y ahora que gobiernan otros, esas nuevas cofradías continúan saliendo y reclamando que se les mantengan las subvenciones. Afortunadamente no son muchas, y si actúas con cuidado, lo normal es que no te las encuentres. En mi pueblo no sale ni una. No hay tradición. Se celebran los oficios correspondientes dentro de las iglesias y todos tan contentos. El que quiere entra y el que no se queda fuera.


Durante el viaje de ida asistimos a un espectáculo prodigioso, el de unas nubes innumerables y bellísimas. Daban ganas de hacerles un catálogo, como el que les hace Homero a las naves de los aqueos en la Odisea. Pero como no somos Homero, las dejamos marchar, individuales e incontables, variadísimas como el género humano, todas en una misma errancia y en idéntica dirección. Como una armada blanca y prodigiosa. Era un espectáculo feliz. Nada procesional ni solemne, sino poético y hermoso.

A la altura de Aranjuez, cuando ya las nubes se habían fundido en una misma masa gris, plomiza y amenazadora, mientras conducía por la autovía vacía -ía,ía,ía- me dio por pensar en esos penitentes que seguramente nos libraríamos de ver este año. No he leído con detalle la nueva ley de seguridad ciudadana, pergeñada por el inefable ministro del interior, ese que coloca a un jardinero al frente de la Guardia Civil y condecora con frecuencia a las vírgenes que estos días sacarán en procesión. No la he leído en su totalidad pero sé que son muchas las prohibiciones y penas que se imponen en ella a aquellos que se manifiesten en las calles. De manera que di en pensar que tal vez, al calor de esta nueva ley, pudiera ser ahora ilegal salir encapuchado por ahí, como hacen los penitentes, que a mí me han parecido siempre tan siniestros. "Tengo que preguntarle a mi hermano", pensé. "¿Será posible denunciar a los nazarenos por andar velando su rostro por las calles?". A lo mejor.

Hoy, mientras estaba escribiendo esto, me acerca A. este artículo. ¡Qué sabia es la Lindo! 


Como en estos viajes cruzamos media España, nos ponemos un poco noventayochistas y damos en reflexionar sobre el país, sobre todo cuando va conduciendo A. y P., detrás, no dice esta boca es mía, escuchando como va, en su mp3, a La Raíz, en monocultivo musical. En las mesetas el paisaje es muy pobre. Con muy pocos árboles. Antes de Madrid se pueden ver algunos olivos, algunas encinas, algunos pinos. Poca cosa. También hay viñas que forman una extraña caligrafía sobre el papel viejo de la tierra. Luego aparecen los arrabales madrileños, tristísimos. Seseña y los grandes bloques de pisos vacíos. Cortar árboles y levantar feos edificios en mitad de la nada, ese es nuestro carácter. Luego, en la otra meseta, hay incluso menos árboles. Todo parece ser horizonte. Un horizonte que nunca acabamos de alcanzar. Y a lo peor es por eso, pensamos mientras estamos a punto de quedarnos dormidos, la sien contra el cristal de la ventanilla, es por esta sequedad tan grande, por estos horizontes tan apabullantes, por lo que les da a muchos por salir con un pirulí en la cabeza. ¿Quién sabe? Y entonces me duermo. Hasta que aparecen las grandes montañas, con su rebequilla de nieve sobre los hombros, y A. me da un codazo, porque sabe que es ese un momento que no me gusta perderme.


El primer día nos fuimos a ver un espectáculo de cabaret en El Fontán, con C. y H. Actuaba, para celebrar la inauguración de un puesto de legumbres finas y exquisitas, Rodrigo Cuevas, que es un artista inefable, nuestro Fredy Mercuri particular (adjuntamos vídeo). Llovía bastante y rascaba el frío, pero nos convidaron a vino y se estaba bien allí, dentro del mercado, rodeados de gentes de todas clases, que jaleaban las canciones del artista. Después, ya en casa, leímos en el periódico que aquella lluvia había impedido sacar la procesión de los Estudiantes, y se veían fotos de penitentes apesadumbrados y llorosos.


La tarde siguiente quedamos a merendar con mi prima A. La recogimos en su casa, en el barrio de La Tenderina, y al acercarnos al centro, mientras nosotros aparcábamos, se bajó con P. y le llevó a una librería libertaria y le regaló el Manifiesto comunista... Luego, después de la merienda en el Paraíso, de vuelta en busca del coche, nos pilló la procesión de los Estudiantes. Como no había podido salir el día antes, le buscaron un hueco esa tarde. Como salen muy pocas procesiones, en Oviedo hay sitio de sobra para estas cosas. Nos la tropezamos en la calle Jovellanos, pasando frente a las Pelayas. Por culpa de la dichosa procesión tuvimos que dar una vuelta enorme para salir del centro con el coche. Me llevaban todos los demonios.


Al día siguiente, Jueves Santo, estuvimos en Gijón. Como si fuese un día cualquiera. Dimos un paseo con mi prima M.J., por el Muro, a orilla del mar. Merendamos con ella en un lugar donde sirven unas tartas inefables, como tronos de procesión sevillana, pero dulcísimos, con chocolate por todas partes. Volvimos a pasear por el mismo lugar, de vuelta. Y por la noche quedamos a cenar con  A. y N., en una sidrería igualmente gloriosa. Fue un día absolutamente laico y maravilloso. No nos importaría que todos se le pareciesen.






          

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