miércoles, 5 de octubre de 2016

El sueño... Valverde III

Hicimos muchos viajes desde Valverde. Viajes cortos, por los alrededores, por el corazón de la sierra.

Visitamos, por ejemplo, varias piscinas naturales. Nos bañamos en la de Torre de don Miguel, en la de Acebo, en la de Gata. Salvo uno o dos, todos los pueblos de esta sierra, por pequeños que sean, tienen una de estas piscinas. Remansan el río, que se queda un ratillo más o menos quieto, lo suficiente para crear la sensación de una piscina, y ya luego se va, siguiendo su curso. Quedan así, a la sombra de grandes árboles, unas enormes albercas, de agua fría y limpia, donde pasan las tardes las familias, los jóvenes, los turistas... Para llegar hasta ellas hay que salirse de la carretera, adentrase por caminos de tierra, entre campos donde todavía se pueden ver las heridas de los incendios del verano pasado. Están todas muy bien cuidadas: césped recortado en las orillas, plataformas de madera, escalerillas para entrar o salir del agua... La de la Torre, escondida en un estrecho barranco, parecía la de un club elegante; la de Gata, bajo dos puentes, uno viejo y otro nuevo, nos pareció el verdadero locus amoenus de los clásicos. Si hubiese asomado la cabeza, mientras nos bañábamos, una ninfa de aquellas que salían del agua a parlamentar con los finos pastores garcilasianos, nos habría resultado la cosa más natural del mundo; la de Acebo, como una piscina municipal, algo así como un gran merendero, con un restaurante argentino al lado...


Después de estos baños, nos acercábamos a los pueblos, a curiosear. Íbamos de un sitio a otro por carreteras bien asfaltadas, solitarias, rodeados de un paisaje dorado y cuajado de árboles: acebos, encinas, pinos, olivos... Por donde fue el fuego del verano anterior. Cuando vinimos en diciembre, de paso, todavía se veía mucha tierra negra, árboles calcinados, alguna cuadra arrasada. Ahora ya no. Le ha nacido a esa tierra una pelusilla de un verde muy claro, un verde tímido y tierno. Y en muchos lugares, los más afectados, han plantado ya unos pinos de aspecto infantil...


Conocimos así Robledilla de Gata, junto a Las Hurdes: calles estrechas, casas altas, de piedra y adobe, apoyadas unas sobre otras, como para no caerse, casi todas un poco abolladas. Muchos carteles de Se Vende...; Acebo: calles dedicadas a obispos y militares, casas con escudos y geranios, casas con las ventanas cegadas. Un pequeño circo en una plaza también pequeña: el Circo de los Hermanos Costa. Varios carteles de Se Vende; Gata: casas viejas, viejos sentados a las puertas de esas casas, o en mitad de las calles, sinuosas y serpentinas, y muchos anuncios de Se Vende en las fachadas, amarillentos y desgastados, grandes portones, una iglesia oscura, una plaza mayor y un escudo... En Trevejo las casas eran todas de piedra berroqueña y gris, y el caserío se apiñaba a la sombra de los muros de un castillo arruinado, desde donde se contemplaban unos paisajes abiertos a todos los vientos ibéricos, paisajes espléndidos... ("A quinientos metros de altura no es difícil sentirse superior, no respecto a los demás, sino de uno mismo", acabábamos de leer ese día a Trapiello)... Bares oscuros y camareros parlanchines. Deben sentirse muy solos. El de Acebo ha vuelto al pueblo, que es el de sus padres, después de muchos años en el País Vasco. Nos comentó que lo del fuego, al contrario de lo que podría pensarse, había sido algo bueno. La tierra necesita purificarse de algún modo, volver a nacer, nos dijo... Le vimos cara de pirómano. El de Trevejo nos preguntó de dónde veníamos. Él, nos explicó, también era de lejos. De Mérida... Y nos confesó que lo mejor de este país extranjero donde ahora vivía eran, sin duda, las fiestas y verbenas. Excepcionales, nos dijo.




Luego, cuando comenzaba a anochecer, cenábamos en el primer pueblo por el que pasásemos: en Cadalso, a la orilla de un río y frente a unos olmos enormes; o en Villamiel, en un restaurante precioso, unas cosas riquísimas que nos sirvió, con grandes cortesías, una mujer finísima, un tanto redicha. Cenamos esa noche en un patio, viendo cómo atardecía en las colinas que teníamos enfrente. El espectáculo, aunque silencioso, nos pareció operístico, por la variead y suntuosidad de los colores...







Debieron de ser muy hermosos estos pueblos. Algunos aún lo son.




Volvíamos cada día ya de noche, con la luna jugando al escondite con nosotros, apareciendo y desapareciendo en las vueltas del camino, juguetona como un cachorro. Muy blanca al  principio, pero más colorada después, seguramente por el sofoco. Al alcanzar el alto de San Simón, la luna ya totalmente dorada, veíamos a nuestros pies las luces de Valverde, bordando el perfil del pueblo.






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