martes, 18 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VI (Portugal)

Nadie sabe dónde queda la aldea de Pitões. El que la escondió, la escondió bien, apartada de los caminos, en una grieta de la sierra del Espinheiro, lejos de todo y de todos. Allí nunca ha estado un cura, ni un médico, ni un alguacil, ni un cartero, ni cualquier hombre que respete a Dios o al diablo.

Miguel Torga, Piedras labradas

No era a esa sierra de la que habla Torga hacia donde nos dirigimos aquella mañana, ni buscábamos esa aldea perdida, demasiado al norte, pero sí que salimos muy contentos de hacer un viaje al extranjero. Si por nosotros fuera, que Cataluña se haga independiente, y también  el País Vasco. ¿Por qué no? Así tendríamos el extranjero más cerca, y podríamos viajar a él más rápida y cómodamente. Al mismo tiempo, no nos importaría que Portugal y España se fusionaran en una única nación. Nos enriqueceríamos una barbaridad: el fado, Eça, Lisboa, el bacalao, Pessoa, Oporto, los altramuces, Torga, Coimbra... Como se ve, albergamos ideas contradictorias y muy frívolas, pero no nos importa. El caso es que todas esas cosas, Coimbra, Torga, los altramuces..., las disfrutamos igualmente. Y lo mismo nos sucede con la butifarra, el Barça de Guardiola, Pla, el chacolí, San Sebastián, Bilbao o Barcelona, sin importarnos nada más. 

El caso es que nos gustó mucho pasar al otro lado de la Raya. Valverde está a dos pasos del extranjero, y el extranjero es Portugal, pero si no fuese por la cartelería y las señales de tráfico, ni te darías cuenta de que has cambiado de país. La tierra tiene el mismo color oxidado, los árboles son los mismos, de un verde modesto y suave: olivos, fresnos, plátanos, madroños, chopos... Se ven algunas alquerías arruinadas, y pueblos subidos en lo más alto de unas peñas oscuras. Apenas circulan coches, y las carreteras son estrechas y bien asfaltadas.

Subimos a uno de esos pueblos colgados de las rocas. Monsanto. Dejamos el coche aparcado bajo un celindo. Las calles, muy pinas, se veían vacías. Subimos hasta el castillo. Había allí, en todo lo alto, unas piedras de un tamaño desmesurado. Don Quijote habría entablado desigual batalla con ellas. Como un día echen a rodar, aplastarán a todo el pueblo.

Todo era paisaje alrededor.

Algunas casas estaban excavadas en las rocas, de granito gris casi negro. Unas cuantas estaban abandonadas y en venta. Otras, arruinadas, vacías, como una caries en la roca. A la puerta de una de estas, una anciana dulcísima vendía unas muñecas de lana que ella misma estaba componiendo. Le compramos una. Si tras esto se hubiese disuelto delante de nuestros ojos, o se hubiese marchado, volando por el aire limpio, no nos habría parecido raro. 







Estaba todo cerrado, salvo un pequeño bar, la oficina de correos y la de Turismo. En esta última charlamos un rato con la muchacha que la atendía. Se puso muy contenta cuando nos vio entrar. Nos atendió con mucho esmero, seguramente porque debe aburrirse muchísmo, todo el día detrás de un mostrador sin que entre nadie. Nos empujó a que visitásemos, en una sala anexa, una exposición de artistas plásticos portugueses. La andan girando por todo el país. Nos parecieron como los artistas plásticos de todas partes. Entiende uno que no se quieran llamar pintores, porque lo que allí vimos era algo que no tenía nada que ver con la pintura. Se los agradecimos mucho a la muchacha, pero salimos de allí corriendo. 



Pasamos por calles preciosas, llenas de hortensias y mimosas, vimos tres o cuatro fuentes labradas en la piedra. En una de ellas, una leyenda: More fluentis aquae labuntur tempora vitae. La tradujimos como quien cuenta con los dedos: La vida transcurre igual que por costumbre fluye el agua..., dijo uno; Pasa la vida del mismo modo que acostumbra a pasar el agua, otro;  Como fluye el agua, así pasa la vida,  aventuró un tercero...



Comimos en Penha-García, en un comedor inmenso, como para celebrar tres o cuatro bodas al mismo tiempo. Solo estaban ocupadas, además de la nuestra, otras dos mesas. Aceitunas, altramuces y un bacalao exquisito. Por cuatro perras. 

Luego, por unas carreteras vacías, llegamos a Idanha-a-Velha. Parecía un pueblo abandonado. Solo vimos al muchacho que atiende un pequeño museo arqueológico y la entrada a una antigua almazara. Es un pueblo muy pequeño, pero con una muralla imponente, y al lado de la iglesia, bastante grande, como el escenario de una película, un enorme solar excavado lleno de restos de columnas romanas, estelas funerarias, mármoles patricios... En mitad del pueblo, una finca abandonada, que fue, al parecer, una granja que daba trabajo a todo el pueblo. La casa de los dueños, una verdadera mansión, en el centro de los almacenes y los silos y las cuadras. Ahora se están cayendo todos poco a poco y a pedazos. Paseamos un rato. Ni un alma, ni siquiera un perro famélico, que es, como se sabe, el símbolo de la desolación y la tristeza. Nada. Nadie. Ni golondrinass en el cielo azul impecable de aquella tarde de julio.












Regresamos pensando en Unamuno, en lo mucho que le gustaban estos sitios, esta frontera, las piedras berroqueñas, los pensamientos sólidos como el granito, estas soledades ibéricas... Nos adormecimos con la frente pegada al cristal... 




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