Eran casi las ocho de la tarde del jueves, víspera de fiesta. Venía yo de hacer unas compras, saboreando lentamente la imagen de esos días de fiesta que teníamos por delante. De la charcutería, la frutería y la panadería venía yo feliz y lento cuando al acercarme al portal adiviné en él un movimiento desusado a la par que grandes brillos y colores.
Eran los vecinos del primero, además de otras muchas gentes, parientes y amigos suyos. Toda la calle tenía su atención puesta en ellos. La gente se detenía en el paseo, frente a nuestro portal, y se quedaba embobada mirando. Como, igualmente hipnotizado, no tuve más remedio que hacer yo. La estampa era deslumbrante. Las mujeres lucían ropas chapadas que brillaban como joyas en el atardecer de otoño. Volantes de un barroquismo gongorino y exagerado. Faldas ceñidas, maquillajes densos, peinados arriesgadísimos... Y qué decir de los collares y cuentas, de anillos, dijes y pendientes... Una mezcla de perfumes raros y embriagadores hasta el mareo se había adueñado de la calle y se mezclaba con la última luz del día creando una imagen fastuosa nunca vista en el barrio.
Iban subiéndose en los coches que llegaban a recogerlos, con grandes dificultades ellas por lo alambicado de esos vestidos y los esculpidos peinados. Las ayudaban los varones, con trajes oscuros casi todos, repeinados y con grandes y dorados sellos en sus manos orientales. Pero no dejaban de aparecer nuevas figuras en el portal. Si se hubiesen puesto a bailar y a cantar, habría sido aquello como la escena culminante de una película de Bollywood. Por desgracia, no hicieron tal cosa.
Finalmente, crucé y, con la cabeza gacha, con mi camiseta y mis vaqueros gastados, y las bolsas de plástico de la compra colgándome sin gracia de las manos, me colé en el portal de la forma más discreta que pude.
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