Nosotros solo queríamos comprar un colchón para P. Así que, inocentes y sin otro cuidado que ese, entramos hace unas semanas en una tienda que se dedica a la venta de ese descansado producto y que está al lado de la plaza de toros. Cuando al fin salimos, una hora después, no solo habíamos comprado el colchón para P., sino que íbamos iluminados, convencidos de haber descubierto un mundo nuevo, y nos lamentábamos A. y yo de no haber conocido tal buena nueva hasta entonces.
Nosotros, que hasta ese día habíamos comprado los colchones en el Carrefour, salimos de esa tienda convertidos a la nueva religión del colchón, a la cienciología del colchón, podríamos decir.
Quien obró ese milagro fue el dueño de la tienda, que nada más entrar y enterado de nuestras intenciones, comenzó a abrirnos los ojos con este sermón ejemplar:
"¡Ay, amigos míos! -se dolió este profeta del látex y los viscoeslásticos-, la gente cree que comprar un colchón es como comprarse unas cortinas o un sofá, y nada más lejos de la verdad. Comprarse un colchón es cosa muy seria". A mí este comienzo me puso firme, y comencé a darle la razón con ligeros movimientos de cabeza, como esos perros de plástico que se ponían antiguamente en la bandeja del coche. Yo por lo general tengo muy poca personalidad y en seguida le doy la razón a la gente que me habla con algo de convicción.
"Yo les pregunto a mis clientes: si cuando te compras unas gafas, antes vas al oftalmólogo para que compruebe cuál es tu graduación..., ¿por qué no haces lo mismo cuando te compras algo que es tan importante para tu salud? ¿Por qué?" Aunque yo continuaba con lo que vamos a llamar el "movimiento perrete", me pregunté para mí que qué tendría que ver la vista de uno con el colchón sobre el que durmiese, pero ese hombre elegido pareció leerme el pensamiento, pues me lo aclaró todo al instante:
"Para elegir un colchón hay que ver cuánto mide la persona que va a utilizarlo, como se tumba, su peso, y también la configuración de su cuello. Vengan para acá", y señalándonos el buen camino, nos condujo hasta uno de los colchones que tenía allí de exposición. "Túmbese", le pidió a A. Naturalmente, A. le obedeció, y comenzó entonces el profeta a recorrerle con un dedo la espalda y, dirigiéndose a mí, me dijo: "¿No lo ve? Ahora su espalda sí está recta, estable, en una posición natural. Este colchón le viene a la medida. Este sí es un colchón para ella". Y prosiguió: "La mayoría de los colchones o bien son muy duros y no nos recogen, o bien excesivamente blandos y nos hundimos, de manera que nuestra columna no está recta, se encuentra forzada, y con la cantidad de horas que pasamos en la cama, con el tiempo eso trae graves dolencias lumbares o vertebrales... Túmbese usted ahora..." Y, claro, yo también obedecí. Yo, dijo, necesitaba un colchón un poco más rígido que el de A. pues por mi peso me hundía más y la columna no estaba al parecer donde debía.
Nosotros, a esas alturas, estábamos ya arrepentidos de haber llevado hasta entonces un vida tan descuidada, y de haber comprado los colchones de casa en un centro comercial. Casi se nos caían las lágrimas. Así que, aunque el colchón que elegimos para P. costaba una fortuna, le preguntamos también por la almohada. Y allí ya fue el éxtasis y la música celestial. "¡Ah, las almohadas! La gente no sabe lo importantes que son las almohadas..." Y de nuevo sus palabras y explicaciones cayeron sobre nosotros como agua nueva, benéfica y curadora.
En fin, el caso es que el día que unos operarios trajeron el colchón y la almohada, a las dos horas se pasó este hombre preclaro por casa, hizo que P. se tumbase y repitió con él la operación que había hecho en la tienda con nosotros dos. Después le ajustó la almohada quitándole y poniéndole diferentes capas de espuma ("Esta espuma solo la fabrican en Bélgica. Ahora, cuando feria, yo me voy de viaje allí, a visitar la fábrica y seguir unos cursos de fisioterapia", nos informó) hasta dar con el grosor exacto que haría que el cuello de P. no sufriese desviación alguna. Parecía, mientras realizaba todas estas operaciones, un chamán o saludador, tan serio, solemne y ensimismado se le veía. Cuando al fin se sintió satisfecho, nos pidió si podía ver nuestro dormitorio. Se lo enseñamos. Repitió entonces todo el ritual, hizo que nos tumbásemos, comprobó las almohadas (de Zara Home) y declaró: "Ni tenéis almohadas ni tenéis colchón". Y entonces es cuando casi lo mando a la mierda.
Es lo que tiene no tener personalidad, que así como te crees una cosa, al momento te crees otra distinta. A mí ese desprecio a un colchón en el que A. y yo llevamos durmiendo tan a gusto tantos años, no me pareció ni medio bien. Y así fue como perdí la fe en la ciencia del colchón de un modo brusco y completo. De manera que cuando tengamos que cambiarlo, que todavía no, volveremos al Carrefour, o al Alcampo, o al Ikea, donde se tercie. Lo cual, dicho de paso, es todo un alivio, porque lo que ese charlatán cobra por los suyos es cifra abultadísima. Comprárselo a él sería, sin duda, dormir por encima de nuestras posibilidades.
Eso de ir a Bélgica de visita a la fábrica y a seguir cursos, eso sí es cosmopolitismo, no como el tal Bienvenido Rosa con su edificio. Pero para cosmopolita un amigo mío que, año tras año, acude a la feria del podenco canario y del palomo morrillero. Feliz descanso
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