Hace hoy una semana, estuvimos de huelga. Contra la nueva ley de educación, esa que, entre otras lindezas, asegura que la educación debe servir para hacer personas competitivas y aumentar sus posibilidades de empleabilidad -¡impresionante palabra!-. Ya no se trata de formar a la muchachada, ni de cultivarla ni hacer de ella gente curiosa, con espíritu crítico y la mente abierta. No. Ahora de lo que se trata es de que puedan servir de mano de obra cómoda y barata. Es esa ley que dicen necesaria para aumentar la calidad y la excelencia de nuestro sistema educativo. Paradójicamente, para ello aumenta el número de alumnos por aula y reduce las plantillas de profesores, elimina los programas de ayuda y refuerzo para los más necesitados, y, mientras subvenciona generosamente los centros religiosos, mengua los presupuestos de los públicos cada año... En fin, un disparate muy bien pensado que solo beneficiará a una minoría y perjudicará muy gravemente al resto.
Fue, al menos aquí, una huelga muy pacífica. Por la mañana nos concentramos delante de la Delegación. Allí estaban los policías secretos -entre ellos mi antiguo alumno, aquel que yo confundí otra mañana de protestas con un colega-. Los sindicalistas charlaban amistosamente, pues ya son viejos conocidos, con el comisario, un señor gris y anodino que no sería difícil confundir con un prejubilado jugador de petanca... Se coreaban algunas consignas -"Cospe te quiero, Cospe te adoro, tengo tu imagen en el inodoro"-, pero con mucha educación todo.
No voy a negar que, si lo pienso un poco, prefiero que este tipo de manifestaciones se desarrollen de esta manera. Sin embargo, no dejaba de encontrarme incómodo con tanta paz y armonía. Seguramente se trata de mi origen, de mi infancia en la cuenca minera, del recuerdo de aquellas huelgas belicosas durante las que mi pueblo era tomado literalmente por los antidisturbios que llegaban desde Valladolid. De las carreras, las pelotas de goma, los botes de humo... Eché de menos algún petardo, más saña en las consignas, menos armonía con el comisario. Yo, por mi parte, a mi antiguo alumno hice como que no lo conocía. Creo que debe haber un término medio, y que aunque nunca se debe dejar llevar uno por la violencia, un poco de ruido y más mala leche no habrían estado de más.
No había mucha gente. Muchos compañeros no hicieron la huelga. Las excusas que suelen dar son de dos clases: económicas y estratégicas.
Se disculpan algunos diciendo que ellos no pueden permitirse perder cien euros. No sé. Nosotros somos tan desastrosos -y a lo que se ve tan afortunados-, que ese desfase no lo notamos. A lo mejor llevan esos compañeros pobres una contabilidad tan rigurosa que saben con seguridad que sin esos cien euros que les deducirían al final del mes no podrían pagar su hipoteca y acabarían desahuciados... A lo mejor es así.
La segunda clase alega que una huelga tan breve no sirve para nada, que debería convocarse una más larga, indefinida incluso. Se les podría decir que por el momento la ley no ha sido aprobada -parece ser que lo harán mañana-, pero sobre todo que si todos nos hubiésemos lanzado a la calle, mucho mejor nos irían las cosas.
De todas maneras, les digas lo que les digas, es igual. A veces sucede que estos últimos son los mismos que en la anterior no se pusieron por motivos económicos. Y los primeros porque una huelga así no sirve para nada.
Y, lo que es más extraño aún, muchos de estos compañeros, en la cantina y delante de un café, son los que más agriamente protestan, y nos miran a los demás reclamando que hay que hacer algo... En fin.
Y, lo que es más extraño aún, muchos de estos compañeros, en la cantina y delante de un café, son los que más agriamente protestan, y nos miran a los demás reclamando que hay que hacer algo... En fin.
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