jueves, 12 de junio de 2014

Elogio del silencio

Al comienzo fue la afonía. Unos días antes de irnos a las playas de Vera comenzó a molestarnos la garganta. A la vuelta, fuimos al médico, que nos recetó unos antibióticos. Parecía que estábamos mejorando. Sin embargo, al cabo de un par de días, una mañana, al despertarnos no fuimos capaces de decir esta boca es mía... Mudos totales.

En el instituto, nada más entrar en clase, tomé la tiza y, con floridas mayúsculas, escribí en la pizarra: 

"HE HECHO UNA PROMESA. DURANTE LOS PRÓXIMOS DÍAS NO PUEDO HABLAR".

En segundo de bachillerato se rieron un poco, encendimos el cañón y les proyecté un tema al que le iba añadiendo, cuando era menester, unas glosas en la pizarra, por aclarar los conceptos más oscuros.

En segundo de ESO, sin embargo, se creyeron lo de la promesa e intentaron sonsacarme:

-¿Promesa?, ¿qué promesa?, ¿y por qué la promesa?

-¿Tiene algún familiar enfermo?

Yo compungí el rostro, y sacudí la mano para que dejasen a un lado su curiosidad y cualquier esperanza de que pudiese yo darle satisfacción alguna. Y ya me puse a hacer esquemas en la pizarra.

En casa la cosa fue un poco más difícil. Ni P. ni A. se tomaron en serio mi afonía, y a cada paso me estaban preguntando por esto y lo otro. Decidí hacerme con una libretilla, y contestarles por escrito.

-¿Qué has escrito ahí? Menuda letra tienes, hijo...

-Es verdad, papá, yo no entiendo nada...

De manera que dejé a un lado la libretilla y decidí abrir la boca tan solo para comer. Cuando A. o P. me preguntaban algo, ponía una sonrisa de idiota y entonces eran ellos los que movían las manos y me dejaban por imposible.

A partir de ese momento todo fue armonía y sosiego, y viví días muy apacibles. Fue tanto el contento que ese silencio mío me trajo, que decidí ampliarlo a la expresión escrita, y aunque en el trabajo tuve que usar la pizarra, dejó de apretarme la necesidad de venir a este rincón a contar todas estas cosas sin importancia. Me dediqué a viajar: estuve en el París de Azorín (La ciudad de los pasos lejanos,  de Muñoz Millanes, precioso), en Alemania (Viaje con Clara por Alemania, de Aramburu, que me ha hecho reír lo indecible), en Asia (Vietnam, Corea, Bután, Afganistán, China, Japón..., de la mano de El lugar más feliz del mundo, de David Jiménez, uno de los mejores libros que hemos leído en años). Hice todos estos viajes desde el sofá, sin salir de casa y rodeado de ese maravilloso silencio cervantino que se encontró Don Quijote en la casa del Caballero del Verde Gabán... Dejé de escribir y me dediqué a leer. Me entregué a la pereza más dulce. Nunca creo haber sido más sabio. Tan feliz era cuando mudo que, cuando me regresó la voz,  le dije a A. que a lo mejor alargaba el tratamiento una semana más:

-Si hombre, de eso nada. Con lo que me gusta a mi hablar...

Efectivamente, eso no pudo ser, pero lo de seguir sin escribir sí, y los momentos que antes le dedicaba a este pequeño huerto, continúe ocupándolos con las lectura. Continúe leyendo y, por no abandonar de un modo definitivo este rincón, que me daba coraje hacerlo y varios remordimientos, me di un plazo:

-Cuando el Rey abdique, vuelvo a él- me dije entre mí, fiado a los expertos en monarquías que afirmaban que un Borbón no abdicaba jamás.



(www.kailas.es)






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