domingo, 22 de noviembre de 2015

El Valle Oscuro (Cuaderno de Palacio)

Cuando vivimos en Palacio, de vez en cuando hacemos una excursión. Si por nosotros fuese, nos quedaríamos todo el día en el jardín, viendo pasar las nubes. Allí es lo que hacemos casi siempre. Eso o bien contemplar la mole espléndida del Benzúa. O leer novelas policiacas. O quedarnos dormidos con esas novelas en el regazo o sobre la cara, protegiéndonos del sol o del orbayu. O todas esas cosas más o menos al mismo tiempo. Solo a veces consentimos en acercarnos a la playa, cuando no llueve, a nadar un rato, y, al caer de algunas tardes, podemos dar un paseo, muy breve, hasta Ardisana, al Mesón las Cuevas, a tomarnos una cerveza, con La Nueva España abierta sobre la mesa como un mapa, para leerla de cabo a rabo. Esa es la vida que llevamos en Palacio.

Sin embargo, algunas veces los cuñados, que son gentes que tienen el prurito extravagante de lo deportivo y acostumbran  a salir por ahí a caminar o a correr, organizan una excursión.

Este año fue al Valle Oscuro, que discurre sobre los límites de los concejos de Llanes y Ribadedeva. Va saltando el camino de un concejo a otro, como saltaban los chiquillos sobre los charcos. El origen del nombre es incierto. Hay quien señala a lo intrincado de sus bosques, y quien afirma que fue el último lugar de la zona al que llegó la luz eléctrica. Quién sabe.

Nos levantamos temprano y nos dirigimos hasta el pueblo de Tresgrandas. Dejamos allí aparcados los coches y emprendimos la marcha. Subimos por un estrecho camino hasta la rasa costera y, al rato, volvimos a bajar, por otro camino igualmente encogido y sombrío, hasta el lugar de Pie de la Sierra. Ese camino tenebroso desembocaba encima del pueblo, en un otero donde se levantaba una capilla recién restaurada.

Decidimos hacer un alto en ese claro, pues a lo tonto llevábamos ya más de una hora de caminata. Sacamos unos bocadillos y unos botellines de agua de las mochilas, por reconfortarnos. No llevaríamos allí ni diez minutos cuando apareció, por el sendero que conducía al pueblo, un señor muy pinche, que nos saludó con desconfianza, mirándonos atravesado. Dio unas vueltas alrededor como si buscase algo, calibrando nuestra catadura, como perro que husmea algún peligro. Cuando al fin se convenció de que no éramos motivo de inquietud, nos miró de un modo más claro y se confió con nosotros. 

Nos contó que apenas hacía dos meses que habían restaurado la ermita, que era de 1903 y estaba muy deteriorada. Que hasta había venido el Arzobispo desde Oviedo, a bendecirla, y que todos los vecinos del pueblo habían colaborado en su reconstrucción. Porque ese era un pueblo de gentes adineradas, nos susurró. Un pueblo de indianos. La mayoría en México, y que no eran pocos los que habían hecho allí una fortuna. Nos señaló un par de grandes casas, y nos aclaró que eran de poderosos empresarios que vivían en México y venían a pasar los veranos en el pueblo de sus padres o sus abuelos. "Aquella", nos dijo señalando con un dedo de campesino, torcido y deforme, una enorme finca y una casa de tres plantas, "esa es de los dueños de todas las librerías de México". 

Nos contó también que la ermita se había construido allí donde estábamos porque fue en ese otero sobre el pueblo donde encontraron al hijo de uno de esos indianos, que se había perdido y que, al cabo de varios días, apareció en ese mismo lugar, sin ningún quebranto. 

Nos explicó que la ermita era visible desde cualquier rincón del pueblo, y que habían tenido ya, en los últimos días, algún disgusto: unos mozos que robaron el sagrario y causaron algunos destrozos, y una pareja que él mismo encontró, abrazada y desnuda, al pie del pequeño altar. Que a los ladrones los atrapó al poco la Guardia Civil, y que a los otros dos los espantó él mismo mentándoles a aquella...

Nos preguntó de dónde veníamos. "¿De Palacio? Lo conozco, lo conozco...", cabeceó sorprendido y contento como si le hubiésemos mentado algún lugar lejanísimo y no uno a tan escasos quilómetros y del mismo concejo que el suyo. "Estuve una vez allí", continúo, encantado con semejante casualidad. "Yo es que he viajado algo. Conozco Ardisana, Riocaliente, Mestas... Allí hay un hotel, ¿verdad? El hotel Benzemá, ¿no? Hace algún tiempo estuve allí, tomando un café".

Y tras esta conversación ya nos despedimos con grandes cortesías, sin corregirle lo del nombre del hotel -¿para qué?-, como grandes amigos.

Bajamos al pueblo, nos salimos de él y entramos en el bosque, en verdad oscuro. Cruzamos limpios arroyos, pasamos junto a una vaca que acababa de parir, el ternero aún a su lado, tratando en balde de mantenerse en pie. Entramos a La Borbolla, salimos de La borbolla y por una galería cerrada por las ramas de los árboles llegamos al nacimiento del río Cabra, donde varios molinos arruinados. 

Es ese uno de los lugares más hermosos que uno se pueda encontrar por ahí, quiero decir en el mundo. Sin exagerar. El río recién nacido, todavía un poco torpe como el ternero que acabábamos de ver, los prados amenos, las piedras claras de un molino medio rehabilitado, los árboles sonoros, el maravilloso silencio... Comimos allí, otros bocadillos y otras botellas de agua, encantados por la belleza y la paz del lugar. Hasta que llegaron unos franceses, con perros y chiquillos. Pero no nos molestaron, nos pareció bien compartir un sitio como ese con ellos, con la humanidad entera lo habríamos compartido, la sonrisa en los labios, tan agusto estábamos allí.

Luego retomamos el camino, hasta Boquerizo y, subiendo y bajando por caminos y carreteras, llegamos de vuelta a Tresgrandas. Subimos a los coches y nos volvimos a Palacio, al jardín.



El jardín. Al fondo, el Benzúa y unas cuantas nubes pasajeras


2 comentarios:

  1. Muchas gracias por la mención a las cuevas, un honor para nosotros. Un saludo.

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  2. De nada. Un placer tomarse unas cervezas en esa terraza o comer o cenar allí. A finales de julio andaremos otra vez por ahí. Estamos deseando que llegue el día.

    Un saludo.

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