jueves, 10 de diciembre de 2015

Luna de miel (Mieres-Vuelta)

Casi todos los veranos hacemos una excursión con mi prima M.J. Esta vez fue a Ablaña. Fue una excursión nostálgica y memoriosa con mis padres y mi prima.


Ablaña es un pequeño pueblo al lado de Mieres. Es el pueblo donde mis abuelos maternos se conocieron y donde nació mi madre; el pueblo al que llegaron, un día, mis otros abuelos y mi padre, con todos sus hermanos. Este abuelo paterno abrió allí un bar. Mi abuelo materno era capataz en Fábrica de Mieres. Se conservan las casas donde vivieron unos y otros, las dos estaciones, el edificio del casino donde se alojaba mi abuelo J. También la casa de mi abuela C., el balcón de madera donde se asoma, sonriente, mi bisabuela en una vieja foto. Mi abuelo J. tenía ya, para aquellos años, una edad, y llegó a Ablaña tras una juventud viajera y despreocupada. Mi abuela era mucho más joven. Por resumir, y teniendo en cuenta que mi tío J. nació sietemesino pero muy hermoso y lucido, todo parece indicar que mi abuela "le enseñó la enagua", que es como se referían entonces a esta clase de asuntos. Se la enseñó o le pidió él que se la enseñase. Algunos años más tarde, nació mi madre y al poco se mudaron a una casa con huerta, al otro lado de las vías y a la orilla del río. La casa y la huerta aún se conservan, aunque muy cambiadas. A la casa, por ejemplo, le han alicatado la fachada y también han tenido el valor de colocarle unos enanitos de escayola a la entrada.


De todos estos lugares, unos se conservan más o manos en pie y otros más o menos ruinosos, cayéndose poco a poco. El antiguo caserón donde estaba el casino, que luego fue el cuartel de la Guardia Civil, se ve hoy ennegrecido y con el tejado hundido, las vigas quebradas y las ventanas cegadas por tablones carcomidos. A su lado hay algunas casas recién pintadas, con puertas y ventanas nuevas y retejadas hace unos pocos meses. Todo el pueblo está así. Edificios ruinosos junto a casas recién arregladas, limpias y alicatadas. Unos sujetando a los otros, como buenos samaritanos.


En sus buenos tiempos -los tiempos de mis padres y de la infancia de mi prima-, Ablaña era un lugar populoso y lleno de vida. Hay un libro que cuenta muy bien esos tiempos. Se titula Cuando el mundo era Ablaña. Su autor, José Fernández Sánchez, fue uno de aquellos niños de la guerra que embarcaron para Rusia. Nosotros conservamos ese libro en un lugar especial de nuestra pequeña biblioteca. Casi todo lo que se cuenta allí ya lo habíamos escuchado antes, de boca de papá y de mamá. Nos pasamos la infancia, mi hermano y yo, escuchando relatos de Ablaña y de las gentes de Ablaña. Y yendo allí todos los domingos y fiestas de guardar. 

Ahora todo eso ya pasó. Hoy Ablaña es un pueblo pequeño, medio arruinado y prácticamente vacío. De la docena de personas con las que nos cruzamos en nuestro paseo, la mitad eran familiares que estaban de visita en la residencia de ancianos en que han convertido el viejo cine. 

En la Estación del Norte se encontró mi padre con uno de los últimos resistentes, un conocido de aquellos años felices, V. Jubilado de la Renfe, vive en una casa de la estación. Se nos quejó de que la empresa no se la ha querido vender y que, a lo mejor, un día le obligan a marcharse.

Luego nos encontramos con Nini, una prima de mi madre. Nini vive en Barcelona, pero acostumbra a pasar largas temporadas en Ablaña, en la casa que conserva y que tiene decorada con mucho gusto. Nini debe de contar ya más de ochenta primaveras, pero es una mujer muy moderna. Con un punto muy divertido de extravagancia. Charlamos un rato con ella.



Mi padre iba señalándonos algunas cosas: la nave donde estaba la biblioteca de Minas Llamas, que hoy es una cochera; el lugar donde se desbordaba el río Nicolasa, y el puente que tuvieron que reconstruir más de una y de dos veces; la caseta que levantaron, unos amigos y él, en una sola noche, y que todavía se mantiene en pie, al lado del campo de fútbol; las calles del barrio Pachón... Llegamos a Ablaña de Abajo, donde la capilla. Recordaron entonces al Negus, un cura que había sido capellán de la Legión, al que llamaban así por lo oscuro de su piel. Era hombre, al parecer, de carácter taciturno, aficionado a curar con vino tinto su melancolía. Un día que esa negra tristeza le había atacado con especial furia, llegó a la misa de la tarde un poco tambaleante, y cuando vio que en la capilla, como todas las tardes, no había más que gente mayor, gritó: "¡Trastos viejos al rincón! Dejad que los niños se acerquen a mí". Esa tarde, mi abuela C. llegó indignadísima a casa. A mi abuela C. yo la recuerdo como la mujer más dulce del mundo, pero parece ser que era mujer de mucho carácter. Por ejemplo, mi prima nos recuerda que, a la muerte del abuelo J., el marmolista se equivocó con la lápida, seguramente con el apellido Guisasola. Cuentan que mi abuela se fue para él como una furia y que lo convenció para que corrigiese el desaguisado cogiéndole por las solapas, ella, que era tan pequeña... Nos dejaron la llave en una casa de al lado y entramos en la capilla. Estaba muy arreglada y olía a esa mezcla de humedad e incienso que es el perfume de esa clase de lugares. En un esquina, un confesionario portátil. Para llevar a las romerías, supusimos...

Luego ya fuimos a la cantina de la estación, a comer. Es un lugar engañoso. Visto desde fuera, uno no diría que se pueda comer de un modo como el que se hace, tan rico, abundante y barato. De ese modo de ningún otro, pero es así. Recomendabilísimo.

Después, en la sobremesa, se contaron muchas cosas. Mi prima, por ejemplo, nos contó algunas historias de mi madre que escuchábamos por primera vez. Por ejemplo, un pleito laboral que tuvo. Se ve que denunció a la empresa porque no quería pagarle unos atrasos. Eso, en aquellos tiempos, no se solía hacer. Pero ella no se amedrentó - mi madre ha tenido siempre un claro sentido de la justicia- y consiguió que se los restituyesen. Como mi tío la ayudó, ella le regaló unos zapatos. También cómo, siendo más joven, fue a Oviedo con su padre, a comprar la enciclopedia del curso que estaba a punto de comenzar. Era septiembre y San Mateo, y los andenes estaban a rebosar. De manera que cuando estaban esperando al tren para volver a casa, alguien empujó a mi madre y la enciclopedia se cayó a las vías. Mi abuelo no se lo pensó. Se arrojó a ellas para recuperarla, entre los gritos de mi madre, que pensaba que si el tren llegaba se iba a quedar huérfana de padre-mi madre ha tenido siempre un agudo sentido del desastre inminente-. (Al escuchar esta historia, se le escaparon a mi madre unas lagrimillas). Y finalmente, y la más sorprendente, cómo mi madre fue capaz de pararle los pies a un acosador en tiempos en los que esa palabra ni existía. Se quejó a la dirección -mi madre trabajaba de secretaria en la Fábrica- y como la intentaran disuadir de continuar con su denuncia, ella les contestó que si la cosa no paraba, ella denunciaría: "Yo no me meto con él, por lo tanto que no se meta él conmigo", parece ser que dijo mi madre. Y ahí se acabó todo.

Ya en los postres, y a petición de mi prima, mi padre, que es la memoria de la familia, contó cosas de la luna de miel. Mi madre se maravilla de que se acuerde de cosas que ella ha olvidado por completo, y recela que algunas de ellas se las inventa. A veces discuten por esta razón.

Salieron desde Oviedo, en el expreso, porque este no paraba en Ablaña. Al pasar por el pueblo estaba la familia y los amigos esperando en los andenes para despedirles. Unos en el anden de la izquierda y otros en el de la derecha. Fueron hasta León. Luego a Madrid, y desde allí a Toledo y a El Escorial. Y ya de vuelta, por Bilbao y Santander, con una última parada en Pimiango, donde mi padre tenía tíos y primos en abundancia. En Madrid mi padre llevó a mi madre al fútbol. Fue un Real Madrid- Sevilla. Ganó el Madrid, mi padre no recuerda el resultado exacto. Mi madre, ni siquiera que haya ido alguna vez a un partido de fútbol. Pero sí  se acuerda mi padre de que jugaban Domínguez, Kopa, Muñoz, Gento, Di Stéfano... 

Cuando llegaron de vuelta a Ablaña -después de un mes de viaje-, todavía conservaban en la cartera quinientas pesetas. Era 1957. Decidimos, mi prima y nosotros, que mis padres eran, entonces, ricos. Asi que, en recuerdos de aquellos lejanos tiempos, dejamos que nos invitasen a la comida.




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