viernes, 4 de diciembre de 2015

Mieres (Vuelta)

A la vuelta de Palacio, nos quedamos diez o doce días en casa de mis padres. Para suavizar el exilio. Si tuviésemos que volver a casa, a las labores cotidianas, inmediatamente, creo yo que nos moriríamos de tristeza. En Mieres todavía llevamos una vida muelle y despreocupada. Nos levantamos tarde, damos un paseo, tomamos un café en El Carolina, vamos a Oviedo o a Gijón, a ver a los sobrinos y a los amigos, a pasear, a sentarnos en las terrazas, a no hacer nada. Un exilio dorado.

Las notas que tengo en mi libreta de esos días son anodinas y felices.

G. se ha puesto de morros porque esperaba que yo le comprase una escopeta de balines. Le dije que no, que no quería ser el responsable de que su hermano se quedase tuerto. Que prefería comprarle la pluma aquella de los novecientos euros. Aunque tampoco se la iba a comprar, que no se hiciese ilusiones.


Tomo una cerveza con mi padre en el Elma. Sin alcohol. Mi padre siempre ha bebido vino. Vino tinto. Un vino tinto peleón que le traían a casa de una bodega de la calle Aller, Bodega Funcia. No debía de ser un vino tan malo, porque ahí sigue mi padre. Con algunos achaques, es cierto, pero bastante entero. Ahora, sin embargo, esas dolencias le han hecho pasarse a esta otra bebida, que considera insustancial, pero que siempre será mejor que el agua. El Elma lo regenta una mujer muy castiza, que trata a estos hombres tan mayores con una sabia mezcla de picardía y ternura. Habiendo como hay tantos bares en el barrio, mi padre no quiere ir más que a este.


Al llegar esta tarde a Oviedo, nada más apearnos del coche, se desató una tormenta regular. Nos refugiamos en casa de C. y de H. Cuando al fin amainó, nos fuimos a dar un paseo. Una rara luz envolvía la ciudad.


Nos encontramos con F. F. es poeta y se gana la vida dando talleres de literatura por las bibliotecas municipales. Va a sacar un libro. Un diario de la temporada en la que el Oviedo descendió a Tercera División y estuvo en un tris de desaparecer. Porque además de poeta F. es un socio muy veterano del equipo de su ciudad. A pesar de nuestro sportinguismo, le prometemos leerlo.


Sábado 15 de agosto. A pesar de ser día de fiesta, el supermercado está abierto. Bajo a comprar algo de pescado para comer. La pescadera está que trina: "Si hubiésemos cerrado no se había muerto de hambre nadie". Le pido cuatro rodajas de bonito sin atreverme a mirarla a la cara.


Domingo 16 de agosto. La ciudad vacía. Hasta los bares permanecen cerrados. Comida en Cenera. Mi madre se encuentra, en la mesa de al lado, con Maxi, su antigua modista. Recuerdo que la acompañábamos de chicos a probarse los vestidos. Vivía en un sexto piso sin ascensor y era una mujer muy dulce. 


Tarde en Oviedo. Pasamos al lado de la calle San Roque. Apenas hace dos días que me enteré de que en esa calle fue donde nació mi abuelo José.


Visita a la compañía de seguros. Por una poliza de decesos. La mujer que nos atendió me pareció excesivamente simpática... Hablaba de la posibilidad de accidentes y muertes trágicas y repentinas con una despreocupación criminal. Por darle la razón, estuve a punto de estrangularla.


Tarde en Gijón, a ver a mis tíos, que llevan un mes en una residencia. Un lugar curioso. Mitad merendero, mitad club social, fue, en su día, una escuela privada de las señoritas bien de la ciudad. Mi tío, en cambio, lo ve más como una cárcel. A la entrada ondeaban tres banderas: la municipal, la regional y la nacional. Pero la palma en cuestión de símbolos se la llevaba el Sporting: el escudo pintado en un muro, banderines colgados aquí y allá, pósters, carteles y varias bufandas enrrolladas en las columnas de la sala de visitas. Le pregunté a mi prima A. cómo llevaba eso mi tío, aficiondo fiel del Oviedo. Tanto que, según mi madre, vez hubo que volvió a casa llorando tras un partido perdido en el viejo Tartiere. "Se ha quejado de todo menos de eso", me contestó. 

Detrás de nosotros, un hombre coloca unos documentos en el regazo de una ancina muy consumida y le alcanza un bolígrafo: "Firma aquí", le ordena. Ganas nos dieron de gritarle a aquella mujer que no, que no lo hiciese. ¿Qué novela, familiar y complicada, habrá tras esa escena?

Porque yo le pregunto, mi prima A. me explica por extenso los avatares de las diferentes facciones políticas de izquierdas de la provincia, a las que conoce bien: sus fusiones, sus roces, sus rupturas... Me costó un poco seguir el hilo del relato, no porque mi prima no se explique bien, todo lo contrario, que lo hace como un libro abierto, sino por la complejidad y variedad del asunto. Me sonó como una antigua saga nórdica o como "Juego de Tronos".

De vuelta a casa, ya en el coche, al detenernos ante un semáforo, se acordó mi padre de Benina, una vecina de nuestra vieja calle de Mieres, antigua vendedora de pescado trashumante por los pueblos. Según mi padre, en aquellos tiempos Benina tenía un burro que reconocía y entendía los semáforos, de manera que no había que gritarle para que se parase cuando estaba en rojo, ni aguijonearlo cuando cambiaba al verde. Al coche, en cambio, tuve que pisarle el acelerador para que arrancase.

1 comentario:

  1. Le hubieras dicho a la pescadera que tampoco murió nadie ( que se sepa ), por no ir al cine un domingo.........

    ResponderEliminar