El amigo pintor
Antes de llegar a Úbeda paramos en Puente Génave, a comer con S., nuestro amigo pintor, que hacía largo tiempo que no nos veíamos. Nos lo encontramos igual que siempre, la misma mirada infantil y curiosa sobre el mundo y sus cosas y la risa pronta, a flor de boca. Las tres horas que pasamos juntos hablamos de muchas cosas pero, sobre todo, nos echamos unas risas.
S., aunque pase la mayor parte del año fuera, en Berlín y Granada, es una fuerza popular y viva de su pueblo -dos mil habitantes y diecisiete bares-. No se sabe si se logrará, pero tienen proyectado un museo con su nombre. En el bar todos le saludaban, y conserva su cuadrilla, con los que se va a ligar -en la provincia de Jaén, "irse de cañas"- por los bares del pueblo y las aldeas próximas. Ahora, nos cuenta, están muy viciados con los chinos, a los que juegan sin parar...
Cominos en uno de eso bares recordando viejos tiempos, de cuando éramos más jóvenes y colaborábamos con él en actividades inconfesables ...
Luego nos enseñó el estudio que se ha hecho construir a las afueras del pueblo, entre las naves de un pequeño polígono industrial. Vimos allí sus cuadros enormes, un toro y un ciervo disecados, viejas tallas de santos y vírgenes... El mundo de S. Pero lo que S. nos enseñó con más ilusión fue un mueble-tocadiscos que se compró en un mercadillo berlinés por muy pocos euros. Puso alguno de los discos que se trae de sus estancias allí ("Los de música clásica, grabaciones buenísimas, en esos mercados callejeros están tirados, casi te los regalan", nos explicó) para que escuchásemos cómo sonaba. Y sonaba a gloria. Entraba la luz de la tarde y casi toda la sierra cuajada de olivos por los altos ventanales del estudio.
Y como en los trueques que S. acostumbra a hacer con algunos otros artistas (un confesonario que tiene en el garaje se lo cambió a un carpintero por un cuadro), nos regaló un dibujo y nosotros -que íbamos preparados porque sabemos de la generosidad de S.- sacamos del coche la fabada que le habíamos comprado en Oviedo.
Nos despedimos bajo los naranjos del ayuntamiento. "De este árbol arrancaba de chiquillo naranjas para tirarlas a las luces de navidad. Y una vez se las lancé al reloj del ayuntamiento y lo retrasé tres minutos... Siempre luchando contra el tiempo". Y ya nos abrazamos entre risas.
Nochevieja
Cenamos en casa de J. y de J. Éramos dieciocho o veinte los que nos sentamos a la mesa. Nos colocamos arqueológicamente, por estratos de edad: en un extremo, las titas, su hermana monja, la abuela A. y mi suegra F. Hicieron la cuenta y suman, entre todas, cuatrocientos años. A su lado se sentaron los que ya cuentan más de cincuenta; después nosotros, A. y yo, que no andamos lejos; luego se daba un salto hasta los de veintitantos, ya en el otro extremo de la mesa, y A. chica y J. chico, que acaban de cumplir los veinte; y al final, P., con once.
Como a las 11:30 ya habíamos acabado hasta el postre, la mayoría nos preparamos, metódicos, las uvas. Sobre la servilleta, como forenses que les estuviesen realizando una autopsia, las abrimos por la mitad y les sacamos las pepitas. Algunos incluso les arrancaron la piel. Cuando al fin comenzaron a tocar las campanas, todos nos apresuramos a tragárnoslas. Bueno, todos no. Yo, como siempre, las tomé sin prisas, que nunca he querido morir en ese filo del tiempo, atragantado.Terminé cuando este año nuevo, misterioso de niebla y lluvia, contaba ya diez minutos largos.
La primera mañana del año, metida en nieblas, la pasamos leyendo a Cunqueiro. Es una costumbre nuestra esta de comenzar cada año entre las páginas del mindoniense, luminosas y fantásticas como la primera luz del mundo. El libro es uno de artículos sobre santos y milagros que, como todos los suyos, nos alegran las primeras horas del año. Como un conjuro para el resto de días que vendrán, para que sean también todas esas horas igualmente alegres y felices.
"Limpió la manzana con la manga de su ropón, y muy cariñosamente le preguntó qué hacía allí. Ya saben ustedes que San Patricio era políglota. Al día siguiente de nacer aprendió, entre el mediodía y la puesta de sol, siete lenguas: la de Irlanda, la de los pájaros, la del viento, la del fuego, la de los peces, la de las fuentes y la de los demonios, y al día siguiente aprendió el latín de los Santos libros y el lenguaje de las campanas. A la manzana le habló en la lengua del viento, que pasa con todas sus declinaciones y gerundios por entre las ramas de los manzanos".
Luego nos fuimos a comer. Apenas habían pasado unas pocas horas y ya nos encontrábamos sentados otra vez a la misma mesa y en el mismo sitio. Igual que ayer, por riguroso orden arqueológico.
Entre plato y plato, F. y la tita monja comenzaron a contarse chascarrillos e inocentes picardías escatológicas: la clasificación canónica de los pedos, las doce partes de que están compuestos cada uno de ellos, y el número exacto de los pliegues del ano, que son treinta, y uno más en el invierno... La juventud, al otro extremo, reía escandalizada ante semejantes y peregrinas erudiciones. Les explicó entonces F. que en su tiempo, cuando ella tenía su edad, no tenían los entretenimientos de hoy, y que era con esas cosas con las que pasaban el tiempo, aunque también lo hacían con un libro, que siempre había alguien que sabía leer y tenía buena voz, grave y profunda, o suave y acariciadora, y lo hacía para todos, que se reunían después de las labores fatigosas del campo y de las casas... Cuenta todas esas cosas F. y nos parece estar entre Quevedo y Cervantes. Luego, continúa F., llegó la radio, y sus seriales, y esos lectores antiguos callaron ya para siempre...
Luego nos fuimos a comer. Apenas habían pasado unas pocas horas y ya nos encontrábamos sentados otra vez a la misma mesa y en el mismo sitio. Igual que ayer, por riguroso orden arqueológico.
Entre plato y plato, F. y la tita monja comenzaron a contarse chascarrillos e inocentes picardías escatológicas: la clasificación canónica de los pedos, las doce partes de que están compuestos cada uno de ellos, y el número exacto de los pliegues del ano, que son treinta, y uno más en el invierno... La juventud, al otro extremo, reía escandalizada ante semejantes y peregrinas erudiciones. Les explicó entonces F. que en su tiempo, cuando ella tenía su edad, no tenían los entretenimientos de hoy, y que era con esas cosas con las que pasaban el tiempo, aunque también lo hacían con un libro, que siempre había alguien que sabía leer y tenía buena voz, grave y profunda, o suave y acariciadora, y lo hacía para todos, que se reunían después de las labores fatigosas del campo y de las casas... Cuenta todas esas cosas F. y nos parece estar entre Quevedo y Cervantes. Luego, continúa F., llegó la radio, y sus seriales, y esos lectores antiguos callaron ya para siempre...
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