Cada vez que mi padre enferma, me encuentro con alguna vieja compañera del instituto. Hoy fue la enfermera que llegó a la casa de madrugada, acompañando al médico. Pero no nos dijimos nada. Seguramente no me reconoció -han pasado ya tanto años-, y no quise yo ponerla en un brete...
La sala de espera de urgencias, en el hospital de mi pueblo la tienen pintada de unos colores desquiciantes: amarillos chillones, verdes deslumbrantes... Allí me dejaron un rato, con la única compañía de una mosca. Se ve que esa noche estaba todo el mundo en mi pueblo sanísimo... Había dos revistas manoseadas en una mesilla. Después de darme unas cuantas vueltas alrededor de esa sala, para tranquilizarme, intenté pegar la hebra con la mosca:
-Y tú, ¿por quién estás aquí?
Pero era una mosca tímida, se asustó y se fue volando, que acababan de abrir la puerta, para avisarme de que ya podía pasar a hablar con el médico de guardia.
El médico de guardia, que era médica, y muy joven, y con un dulce acento oriental, me dijo que la causa de la fiebre tan alta de mi padre o bien era fruto de una infección o bien era una leucemia. Esa disyunción me pareció excesiva, y para mostrarle lo cabrona que estaba siendo al decirme esas cosa tan a bocajarro, me mareé un poco. Me puse blanco como el papel y si no me llego a sentar un rato, me desplomo allí mismo.
Me mandaron de nuevo a la sala de color limón furioso. La mosca no había vuelto, y estuve un buen rato acompañado tan solo por mis fúnebres pensamientos. Al rato, me volvieron a convocar, esta vez la jefa del negociado. Me explicó que no sabían cuál era el foco infeccioso, y que por esa razón iba a quedar mi padre ingresado. Le comenté lo que la joven doctora me había dicho. Hizo entonces un gesto como de apartar una mosca como la que no había querido hablar conmigo en la desolación de la sala de espera, y me aseguró que podía estar muy tranquilo, que lo más probable era que se tratase de un infección gástrica y que en tres o cuatro días mi padre iba a estar mejor que al entrar.
Fueron cinco días, y, efectivamente, se trataba de una gastroenteritis.
No estuvimos mal. El compañero de mi padre era, como en las otras dos ocasiones en que ha estado hospitalizado, del valle de Turón. Un hombre peculiar. Apenas hablaba, y lo miraba todo con unos ojos muy abiertos. Pero desde el primer días entabló una relación muy armoniosa con mi padre. Se entendían sin apenas decirse dos palabras, y se trataban con grandes cortesías y cuidados, atentos a lo que necesitase el otro. A mí ni me saludaba, pero con mi padre se portaba aquel hombre como si fuese un pariente muy querido. (Ahora se llaman de vez en cuando, para saber cómo les van las cosas). Estaba allí por el ácido úrico.
Vinieron luego las visitas. Los amigos que no estaban hospitalizados. Uno día está hospitalizado uno y otro el otro. Hoy venían a visitar a mi padre y mañana será mi padre el que los visite a ellos. Eso marcaba el tono de las conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando se olvidaban un rato y contaban alguna otra cosa. Por ejemplo, la historia dela accidente que tuvo, camino del trabajo, un amigo común, un pequeño choque sin importancia, pero que recordaba el amigo con espanto, pues viajaban en el otro coche cinco cojos, y cuando los vio salir uno tras otro, trastabillando, como a punto de zozobrar, pensó con horror que esa falta habría sido a causa del impacto, y ya se imaginaba las indemnizaciones que le iban a pedir... Y hacían memoria de lo bien que lo contaba su amigo, que era hombre célebre y muy gracioso... "Cinco cojos en un mismo coche... ¡quién ha visto una cosa así nunca!", terminaba siempre su relato...
También contó mi padre el día que le quemó a mi madre un libro. Se titulaba "El médico en casa", y era muy aficionada mi madre a enfrascarse en sus páginas. Y siempre salía de ellas pálida y preocupada, pues nada más leer sobre una enfermedad y sus síntomas, ya estaba segura de sentir estos y de padecer aquella.
Y así pasábamos los días...
Vinieron luego las visitas. Los amigos que no estaban hospitalizados. Uno día está hospitalizado uno y otro el otro. Hoy venían a visitar a mi padre y mañana será mi padre el que los visite a ellos. Eso marcaba el tono de las conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando se olvidaban un rato y contaban alguna otra cosa. Por ejemplo, la historia dela accidente que tuvo, camino del trabajo, un amigo común, un pequeño choque sin importancia, pero que recordaba el amigo con espanto, pues viajaban en el otro coche cinco cojos, y cuando los vio salir uno tras otro, trastabillando, como a punto de zozobrar, pensó con horror que esa falta habría sido a causa del impacto, y ya se imaginaba las indemnizaciones que le iban a pedir... Y hacían memoria de lo bien que lo contaba su amigo, que era hombre célebre y muy gracioso... "Cinco cojos en un mismo coche... ¡quién ha visto una cosa así nunca!", terminaba siempre su relato...
También contó mi padre el día que le quemó a mi madre un libro. Se titulaba "El médico en casa", y era muy aficionada mi madre a enfrascarse en sus páginas. Y siempre salía de ellas pálida y preocupada, pues nada más leer sobre una enfermedad y sus síntomas, ya estaba segura de sentir estos y de padecer aquella.
Y así pasábamos los días...
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