Desde que P. está en el instituto, casi siempre comemos los tres juntos a la hora del telediario. Comemos con la televisión encendida pero apenas le hacemos caso, porque estamos más interesados en que P. nos cuente, si es posible con todo detalle, el desarrollo de su jornada escolar. Sin embargo hoy, a los postres, escuchamos un nombre familiar y querido, y prestamos atención: ¡le han dado el Nobel a Alice Munro!
No sé cuándo empezamos a leerla, pero desde el primer libro suyo que cayó en nuestras manos ya no la hemos abandonado. En casa tenemos apenas tres o cuatro, la mayoría los hemos ido sacando de la biblioteca pública. Todavía nos quedan por leer algunos. Tanto nos gustan que no queremos agotarla demasiado pronto, y vamos dejando para otros días algunos de su cuentos, por el gusto de saber que todavía nos quedan nuevas historias que conocer de su mano.
Y así, acudimos a ella de vez en cuando, como quien visita a un pariente muy querido después de largo tiempo sin haber podido visitarlo, y sabe que va salir de ese encuentro mucho mejor que cuando llegó. Nos embarcamos en sus libros con el mismo placer de siempre, y nos dejamos llevar por esos cuentos suyos que tienen la densidad de una novela, su mismo fluir, cuentos casi siempre tristes que, paradójicamente, nos hacen muy felices y actúan como un antídoto contra nuestra propia melancolía. Cuentos que nos dejan serenos y cavilosos y nos hacen creer que, gracias a ellos, nos hemos vuelto nobles, sencillos y buenos.
En fin, que nos ha dado mucha alegría que le hayan dado ese premio gordo a esta escritora. Gracias a él, tendrán nuevos lectores sus libros, y ese será también un premio para estos. Porque si no se lo hubieran concedido, a nosotros nos habría dado igual. Seguiríamos acudiendo a ella, en busca de consuelo, como siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario