Estábamos jugando el jueves el primer partido de la temporada -y ganando de una forma brillante, contundente e incontestable- cuando, de pronto, al conseguir nuestro sexto gol, se escuchó como una ovación cerrada, que no se detenía. Había sido ciertamente un hermoso gol, fruto de un contraataque fugaz, tal que un relámpago... Pero tampoco era para tanto. Además, con las gradas del pabellón vacío, ¿de dónde salían esos aplausos entusiastas?
Era, claro, la lluvia, una lluvia tenaz y atronadora, a la que siguieron, ahora sí, la luz cruda de los relámpagos -más rápidos aún que nuestros contraataques - y el rodar grueso de los truenos.
Terminamos finalmente el partido -9 a 1, tengo que decirlo, pues ¿quién sabe cuándo se repetirá un marcador así?- y nos fuimos a duchar. Cuando ya nos estábamos secando, arreció la tormenta y el ruido del agua y de los truenos se hizo amenazador y ominoso. Si el vestuario se hubiera venido abajo, nos habría parecido natural. Nos habríamos ido de este mundo, eso sí, con el dulce sabor de la victoria en los labios.
Luego se fue la luz. Terminamos de vestirnos prácticamente a oscuras, ayudados por el resplandor pálido de los teléfonos móviles. Cuando salimos del vestuario, el agua estaba invadiendo el pabellón y la calle, muy ligeramente inclinada, se había transformado en un verdadero río. Parecía una noticia del telediario y por esa razón nos resultaba raro sentir que nos estábamos mojando los pies...
Salimos de allí como pudimos, y avanzamos buscando el resguardo de aleros y marquesinas, con los zapatos pingando, hasta donde pudimos. Comenzaron a escucharse las sirenas de los bomberos y la policía.
Llame a casa. Allí todo estaba más tranquilo. Las calles no se habían anegado y la tormenta parecía haber pasado. Efectivamente, al poco se serenó la lluvia y ya pudimos continuar nuestra marcha tranquilamente. A medida que nos íbamos acercando a casa caía la lluvia más suavemente y se transitaba sin problema alguno. Hasta se abrieron algunos claros en el cielo...
Sin embargo, nos quedó una rara sensación, esa de que una riada pueda ser verdad y no solo unas imágenes en el parte de las tres de la tarde -de hecho, estos días de atrás, como este año no ha habido grandes catástrofes, se dedicaron a repetir las crecidas devastadoras del año pasado, que eran más espectaculares-. Cree uno vivir a resguardo en un rincón olvidado del mundo, tan monótono, gris y sin relieve que nunca pasa nada y, de pronto, cuando menos te lo esperas, te llega el agua hasta los tobillos y descubres que lo que los telediarios te presentan como una película -con repeticiones constantes, como ese tren en aquella curva fatal de Santiago-, puede convertirse en realidad cuando menos te lo esperas... El mundo, qué duda cabe, es un lugar peligroso.
Sin embargo, nos quedó una rara sensación, esa de que una riada pueda ser verdad y no solo unas imágenes en el parte de las tres de la tarde -de hecho, estos días de atrás, como este año no ha habido grandes catástrofes, se dedicaron a repetir las crecidas devastadoras del año pasado, que eran más espectaculares-. Cree uno vivir a resguardo en un rincón olvidado del mundo, tan monótono, gris y sin relieve que nunca pasa nada y, de pronto, cuando menos te lo esperas, te llega el agua hasta los tobillos y descubres que lo que los telediarios te presentan como una película -con repeticiones constantes, como ese tren en aquella curva fatal de Santiago-, puede convertirse en realidad cuando menos te lo esperas... El mundo, qué duda cabe, es un lugar peligroso.
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