Todos estos domingos -mientras continúe el tiempo así de benigno y templado- nos vamos A. y yo a caminar por ahí. Con zancada larga y espíritu deportivo, ataviados con las penúltimas novedades del Decathlon, mientras P. juega su partido de hockey, nos vamos los dos a caminar un par de horas.
Nos vamos siempre hacia los suburbios, como los del 98. A vislumbrar el campo, que aquí es de una monotonía incontestable y de una austeridad moderna. Creería uno que no va a encontrar nada que contar. Pero no.
A veces nos vamos a un parque que se llama La Pulgosa -¿quién le habrá puesto nombre tan desafortunado?-. Hay una ruta para ciclistas y paseantes que arranca de la Universidad y llega hasta él entre parcelas y campos yermos. Pasa también al lado del las tapias del Jardín Botánico. El año pasado una tormenta de primavera casi se lo lleva por delante. Ya antes lo había descuajado el gobierno municipal... Los domingos, cuando nosotros pasamos a su lado, está cerrado, y desde fuera solo se ven unos arbustos polvorientos y unos pocos árboles mustios y desangelados.
El espectáculo humano, por el contrario, resulta en ese camino frondoso, exuberante y tropical. Ataviados con toda clase de coloristas y muy deportivas prendas, pasa por allí, de ida o de vuelta, la completa comedia humana. Unos corren respirando fatigosamente y otros caminamos civilizadamente; unos van en bicicleta y otros en patines; solitarios estos y en grupo los otros; adustos, tristes o melancólicos muchos, y otros alegres, reidores y ligeros... Allá vamos todos, como decía Galdós cada uno con nuestra novela a cuestas, subidos al mundo mientras este -rotación y traslación- no cesa de girar .
En otras ocasiones, por variar, tomamos la ruta del norte, hacia un centro comercial que hay por esos confines. Pasamos junto a una finca enorme, La Alfonsina, que debió de ser una casa de recreo espléndida, pero que queda ahora en mitad de un nuevo barrio, ahogada entre edificios todos más o menos iguales. Nos paramos ante la verja para tratar de ver algo de la casona que se adivina al fondo de un camino de tierra. Pero nunca vemos nada. No sabemos nada de este lugar y nunca hasta ahora nos habíamos fijado en él. Habrá que preguntar.
Luego ya llegamos al centro comercial. Vacío en la mañana del domingo da un poco de pena. Es un lugar tan feo como cualquier otro, como todos los centros comerciales del mundo, de manera que en lugar de por Albacete, podríamos estar caminado por Zaragoza, Logroño, Liverpool o Shanghai...
Hay a su lado un hotel que levantaron hace un par de años en apenas un par de meses. Seguramente no tiene ni cimientos. Es como una posada para las gentes del septentrión que bajan hasta aquí durante todo el año en busca del Mediterráneo. Para que duerman un rato, desayunen rápidamente, y vuelvan a la carretera en dirección a la primera línea de playa.
Es una ruta mucho más aburrida que la del camino de La Pulgosa, porque te cruzas con mucha menos gente. Sin embargo, este domingo nos encontramos allí con un circo. El Gran Circo Americano ... Cuando pasamos a su vera, estaban limpiando la jaula de los elefantes -¡cuatro elefantes majestuosos e impasibles, de lentos movimientos! ¡Cuatro elefantes en La Mancha! Como el león que se topó don Quijote en sus aventuras-. Nos hicimos la ilusión de que tendrían por allí más animales exóticos y temibles... Nada de eso. Había, eso sí, decenas de camiones, rulotes y caravanas. Una de ellas tenía pintado el siguiente aviso: "Escuela del circo". Pegamos la cara a las ventanillas. Efectivamente, vimos unos cuantos pupitres, armarios con media docena de libros escolares, una pequeña pizarra...
Ya sé que un circo puede ser algo triste, pero a nosotros nos puso muy alegres ese encuentro, y haber podido ver esos elefantes y esa escuela vagabunda y errante. Y nos acordamos entonces de la película de circo que más nos gusta: Bronco Billy. Y volvimos a ver en nuestra memoria la escena cervantina del asalto a un tren de alta velocidad del que nadie se percata, salvo un niño al que, naturalmente, nadie hace caso... Porque los circos solo son tristes para los que tenemos la vista cansada y clamamos al borde de la presbicia. A los ojos de un niño, un circo siempre brillará como una gran ilusión...
No te creas, E., a mí no me ha gustado nunca jamás el circo. Ni de pequeña. Me provoca una especie de nostalgia, no sé bien si retrospectiva o de mal agüero. Y el caso es que, por separado, en otros contextos, hay escenas circenses que podría incluso disfrutar. Pero el propio espacio, las rulotes, las gentes que van y vienen, y colocan, y retiran, me entristecen tanto como una tarde de domingo.
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