Cuando joven, pensaba uno que la llegada de la edad madura nos traería la ecuanimidad, la ponderación y un ánimo sereno. Creíamos que, en mitad del camino de la vida, se nos habrían pasado ya los berrinches juveniles y las alteraciones del carácter. Y que sería ya muy difícil enojarnos, y que andaríamos por ahí con una elegante mezcla de estoicismo griego e impasibilidad británica. Flemáticos, escépticos e irónicos...
Pero no ha sido así. Según con qué asuntos, continuamos entrando en combustión con extrema facilidad, a poco que salte una diminuta chispa...
Y esto fue lo que ocurrió el sábado por la mañana, cuando me encontré con un amigo en una esquina del barrio. Venía yo del mercado e iba paseando él a su bebé, que dormía querubín y glorioso en su silleta. Me informó de que esa imagen seráfica era tan solo un espejismo, y que si lo había encontrado tan temprano por la calle esa mañana, con las mil cosas que tenía que hacer, era porque los chillidos y llantos de su hijo amenazaban ya con despertar a todos los vecinos, y que solo se calmaba si lo sacabas a tomar el aire...
Como esto de pasear a un bebé es actividad muy solitaria, quiso pegar la hebra mi amigo, y una cosa-qué tal nos va-, llevó a la otra -los recortes en los juzgados en los que él trabaja, los hachazos crudelísimos a la educación pública-, y esta a otras más - la corrupción rampante y la desfachatez y sinvergonzonería de quienes nos gobiernan-, y esta a la de más allá -las servidumbres de la justicia y las instituciones del estado al poder-, y más allá incluso - la dispensa de hora y media concedida a los funcionarios de la consejería de agricultura para que fuesen a misa en Toledo-, y ya fue un no parar, los dos ardiendo de indignación en aquella esquina (el querubín seguía durmiendo).
Así que cuando quisimos darnos cuenta tan alterados teníamos nuestros ánimos y tan grande era nuestra indignación que, si en ese momento nos hubiese puesto alguien en las manos una antorcha, no habríamos dudado ni un instante en incendiar la ciudad, como bárbaros o nerones, y empujando el carrito del bebé de mi amigo, habríamos arrasado calles y edificios y puesto el espanto en los ojos de las gentes...
Sin embargo, como nadie nos acercó esa tea purificadora, terminamos por despedirnos y nos volvimos para casa, cada uno a la suya. Pero no se me pasó el enfado hasta que me puse a cocinar y comprobé que me estaba saliendo la comida -un arroz con carabineros- riquísima...
(Escena de Furia. www.cineforever.com)
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