viernes, 30 de noviembre de 2012

El ascensor

Mi padre hace lo mismo: comienza contándome el tiempo que hace y, sin que pueda saber cómo, de repente me está comentando lo bien que habló la otra noche Arturo Fernández en la tele, las verdades -como puños- que dijo en una entrevista que le hicieron a propósito de no sé qué declaraciones suyas sobre la última huelga general. Me dice que está lloviendo y, sin transición y sin que me haya dado cuenta, de pronto me está explicando que a no tardar veremos que este gobierno hace lo que debe.

A mí mi padre me ha engañado a conciencia. Se ha pasado la vida diciéndome que él era apolítico, porque la política es cosa de gentes vulgares, sin vergüenza ni moral, y ahora, en cuanto me descuido, me arrima un mitin. Y cuando le recuerdo todas esas cosas que me ha dicho toda la vida, declara con frescura que sigue pensando lo mismo, que la política es una cosa indigna, y que él, efectivamente, ha sido, es y será, apolítico completo.

Lo mismo me sucede con ***, que cada vez que me encuentra en el ascensor, empieza comentándome el tiempo que hace y, como por arte de magia, pasa a hablarme, prolija y muy detalladamente, de cosas que a mí ni me van ni me vienen y que a duras penas llego a comprender. La diferencia con mi padre es que mi padre es un orador breve y que también me deja, de vez en cuando, meter baza, y me escucha como yo lo hago con él. *** no, *** se pone a hablar y es incapaz de detenerse. Además, ni te escucha ni te permite el derecho a la réplica.

Ayer me atrapó en el ascensor. Cuando me dijo que tenía mucha prisa, me puse en lo peor... Efectivamente, al llegar al segundo, que es mi parada, salto del ascensor detrás de mí cuando ya las puertas se cerraban, y comenzó a contarme unas cosas muy raras: que no sé quién se cambiaba de piso y que lo hacía por los follones; que el del * la había acusado de que en su terraza había sexo, y que ya le gustaría a ella; que ella provine de una familia muy católica; que traían niños de Chernobil para cuidarlos; que su hija tenía dos carreras; que iban a dejar de pagar la comunidad; que le habían roto unas bolsas de basura en el rellano; que todos los vecinos habíamos creído no sé qué que había contado no sé quién... Un boxeador noqueado no creo que llegue a sentirse tan mal como yo me encontraba en esos momentos. Con la llave en la cerradura, pensé en darle con la barra de pan en la cabeza y colarme en casa rápida y cobardemente. Luego llamaría a la policía y alegaría legítima defensa. Con un buen abogado, y si ella declaraba, creo que todo podría salir bien... Eso pensaba mientras *** seguía con su discurso torrencial y disparatado.

Finalmente no le pegué con el pan en la cabeza -que era lo que me apetecía-, pero conseguí represar aquella verborragia arrolladora que amenazaba con ahogarme, le dije que yo también llevaba mucha prisa y entré en casa como quien se tira por la ventana huyendo de un fuego. Al cerrar la puerta, aún la escuché decir: "Yo también tengo mucha prisa, yo también, adiós..."


1 comentario:

  1. Jajajaja, qué gracioso. Pues sí, seguro que el juez en cuanto la escuchara, te daría la razón.

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