lunes, 12 de noviembre de 2012

Qué otra cosa hacer para no hacer lo que se tiene que hacer

Ya sé que parece este título una de las declaraciones de Rajoy. Pero no hemos encontrado otro que reflejase mejor lo que nos ocurre. Me explico.

El viernes volví del trabajo con la cartera rebosante de exámenes y trabajos. Los coloqué en la mesa del estudio. Los miré. Parecían inocentes papeles. Pero ningún folio escrito es inocente, y mucho menos esta clase de exámenes escolares. Así que decidí dejarlos allí abandonados y me marché a hacer otra cosa, cualquier otra cosa.

Siempre me ocurre lo mismo. Cuando tengo que corregir tantos exámenes encuentro cualquier otra cosa que hacer antes que esa. Por ejemplo esta de venir a escribir a este candil, incluso cuando no hay nada que contar. Por eso voy a narrar ahora, para demorar esa tarea fatigosa e ingrata, lo que hicimos el viernes por la tarde, y luego a qué dedicamos el sábado, y esta mañana del domingo (que es cuando estamos escribiendo esto). Crónica de nada, podríamos haber titulado esta entrada...

La mayoría de esos exámenes que esperan a mi lado sin inmutarse, los hicieron nuestros alumnos el mismo viernes por la mañana. En mitad de uno de ellos se desató un turbión tremendo, una tormenta de lluvia y viento que distrajo a la mayoría. Gracias a ella dejaron de hacerme esas preguntas que acostumbran a realizar ahora cada vez que se enfrentan a una prueba de esta clase ( "Profesor, aquí donde dice que explique  los rasgos lingüísticos de la función representativa del lenguaje..., ¿qué hago?, ¿explico esos rasgos?"; "Esto que he puesto aquí..., ¿está bien explicado?"; "¿Puedo contestar desordenadamente?"...,). Comenzó a escucharse entonces gran revuelo por el pasillo, pasos y voces que no se entendían muy bien. Al parecer una de las aulas del segundo piso se estaba inundando y en otra las goteras se contaban por docenas. Nos enteramos luego de que en el edificio de los talleres había ocurrido algo parecido al romperse una claraboya. Son edificios construidos en los años de las grandes inversiones y las bonanzas, pero a pesar de ello en lugar de cubrirlos con tejas, los taparon con unas planchas de cinz.

Por la tarde, viendo el cielo tan amenazador y negro, acerqué a P. a la academia de inglés en coche. A su clase de conversación . Se la da un señor de Manchester ( "Lo que Manchester piensa hoy, Londres lo pensará mañana"), y dice P. que es un hombre muy simpático y que se lo pasan muy bien. Como luego tenía que llevarlo al partido de baloncesto -comenzaba la liga-, decidí aparcar frente a la academia y quedarme dentro del coche, leyendo. Es un buen sitio para leer: aislado, silencioso, cómodo... La lluvia sobre la chapa sonaba rítmica y monótona, y ayudaba a la concentración. "Los secretos de San Gervasio", de Carlos Pujol. Como todas las suyas es una delicia de novela. Cervantina, disparatada, llena de encanto. Los diálogos entre los personajes -Sherlock Holmes y el doctor Waton de correrías por Barcelona ("Un viaje en busca de la verdad. Quizá todos lo sean")- son maravillosos. Me pasó la hora volando.


El partido fue como siempre. Aunque la plantilla ha variado algo, han cambiado de entrenador y ahora visten una equipación muy vistosa, amarilla y azul, el resultado fue como los del año pasado. Perdieron de un modo incontestable.

El equipo contrario apenas les dio un respiro. Eran notoriamente más bajitos, más delgados, menos fuertes... Sin embargo, se movían con una rapidez y ligereza de lagartijas. Fibrosos, enérgicos, decididos, morenos y con atrevidos cortes de pelo, habitantes de uno de esos barrios comanches que sacan de vez en cuando en "Callejeros", fueron poco a poco haciéndose con el marcador. Comenzó bien el equipo de P., con unas cuantas canastas de mérito, pero lentamente fueron desinflándose. Su entrenador les animaba,  llamaba a P. para darles instrucciones, le preguntaba por qué estaba siempre tan lejos del lugar por el que pasaba el balón...

En el coche, ya de vuelta a casa, me explicó P. por qué se fue borrando poco a poco del partido, por qué cuando la pelota iba hacia un lado, lo veías a él justo en el contrario. "Yo no soy racista, papá", comenzó, "pero tendrías que haber oído lo que nos decían solo cuando nos rozábamos. Y yo no quiero líos con nadie". Encontré su explicación muy razonable.



1 comentario: