miércoles, 12 de diciembre de 2012

Un hotel con nombre de tango

Lo reservamos un día antes. Lo encontramos en internet. Hotel Malena, a las afueras de Caravaca de la Cruz, en un polígono industrial en la carretera de Granada... La fotos no eran muy alentadoras, pero como era solo para una noche... Fue el único en el que había plazas y los comentarios no eran completamente disuasorios... Hablaban muy bien de la amplitud de su aparcamiento y..., nada más.

Teníamos ganas de salir, pero pereza de hacerlo lejos. De manera que desistimos de un viaje a Segovia o Madrid, que eran los destinos que habíamos barajado los días previos, y decidimos visitar Caravaca de la Cruz, ciudad santa, de jubileos y peregrinaciones, a hora y media escasa de aquí. Pero no fuimos en pos de santidad. Nos llevó hasta allí la música, que nos habían hablado de un museo espectacular de instrumentos del mundo, en el pueblo de Barranda, a diez kilómetros de Carvaca.

En cuanto te vas acercando a Tobarra y Hellín, tierra de tambores, el paisaje cambia: aparecen las palmeras y los cerros se ven pelados y cenicientos. Un paisaje como para poner un belén...

Ya en la región de Murcia comienzan a verse en la orilla de la carretera, como en tiempos de Cervantes, ventas: Venta Reales, Venta Palmeras, Venta Chorrillo... Y el paisaje cada vez resulta más palestino, como el que sacan en los telediarios cuando dan las noticias terribles de la franja de Gaza... Cruzamos ramblas (Rambla del Moro), cortijos (Cortijo Carrichosa), campos de almendros con las quimas desnudas... Algunas nubes peregrinas dejaron caer tres o cuatro gotas desganadas que no le servirían de nada a esa tierra seca...


En el hotel, que resulto más que digno, casi nuevo, muy limpio, con un personal amabilísmo y servicial, nos preguntaron si estábamos allí por el mercado medieval. No lo sabíamos. En realidad, no sabíamos nada de nada, apenas la noticia de la santidad de ese pueblo y lo del museo.



Caravaca resultó ser una de esas ciudades levíticas repletas de iglesias enormes, de conventos, oratorios, ermitas... El Salvador, las Carmelitas, la Purísima Concepción, Santa Clara... También vimos muchas esculturas y estatuas; y caserones, un buen número arruinados, con floridos balcones de forja oxidada, cegadas las ventanas, abandonados a su suerte... Vimos calles estrechas, ensombrecidas por los muros tremendos de esos conventos y  palacios... También viejos negocios, muy viejos, algunos aún abiertos: relojerías ("Omega. Relojes japoneses. Relojería óptica"), ortopedias, mercerías, tejidos y confecciones, bares llamados El Progreso... En el portalón medio desquiciado de una casa destartalada, se conservaba un aviso de azulejo desportillado, medio roto: "Escuela de instrucción pública para niñas". Los nombres de las calles también eran bonitos: Santa Evarista, calle del Teatro, calle Soledad, calle Santa Ana...









Casi no nos fijamos en los puestos del mercado medieval, apenas un poco en los de dulces: Pan celestial, picardías, chicharrones, yemas de Caravaca... En la oficina de turismo, al preguntar por el museo de música de Barranda, al hombre se le pusieron bizcos los ojos y declaró muy solemne: "Ni Londres ni París tienen un museo como ese... Ya lo verán..."



Al atardecer, subimos hasta los pies del castillo, ni un paso más. Mi sobrina C. -en plena preadolescencia- iba quejándose porque decía que ya tenía vistos ella muchos castillos. "¿Cuántos?", le pregunté. "Cuatro", me contestó muy seria. Ondeaban varias banderas en la torre principal, una de ellas la del Vaticano. Subimos por unas callejas torcidas y muy pinas, que recordaban un poco a las del Albaicín. Casas silenciosas, muy pequeñas, una plaza diminuta con un banco y un árbol. Desde un mirador vimos cómo atardecía de un modo muy romántico: cielos desgarrados y tremendos, de un color violeta-nazareno... Seguramente  porque ando estos días pensando mucho en lo del Papa y el asunto ese de la mula y el buey -le voy a hacer un artículo-, me parecía el paisaje, otra vez, un belén: las luces moradas del crepúsculo, los cerros pelados, las azoteas con la ropa oreándose, el caserío, las torres de las iglesias... A lo lejos, como pequeñas estrellas, se veían las luces de los coches en la autovía... Y de pronto comenzaron a sonar todas las campanas de la ciudad...


1 comentario:

  1. Es oír mencionar Caravaca, y se me viene inevitablemente una palabra a la cabeza "acho".
    Por cierto, deseando estoy leer ese artículo tuyo del belén... hay mucho que decir.

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